Así se titula el interesantísimo libro de Naomi Klein, subtitulado “El capitalismo contra el clima” (Paidós, 2015), de ineludible lectura para quien desee ponerse al día en lo referente al cambio climático y comprender la magnitud del peligro que se cierne sobre nosotros. Los datos sueltos que uno ha podido reunir sobre el cambio climático reaparecen de la mano Naomi Klein en el contexto de una narración que les confiere su pleno sentido. Y lo que uno no sabía ni podía siquiera imaginar, también.
Esta periodista de investigación canadiense ha vuelto a hacer un gran favor a la conciencia de sus contemporáneos, como lo hizo con La doctrina del shock, donde nos ofreció un vívido relato de la progresión de lo que ella denomina, en forma de denuncia documentada, “capitalismo del desastre”, el libro que mejor permite reconocer como simple repetición lo que las informaciones sesgadas de los grandes medios de comunicación presentan como novedad (por ejemplo la presente ruina del sueño europeo, inserta, en realidad, en una cadena de expolios). Como Susan George, Naomi Klein está de parte del ser humano y no pierde el tiempo en circunloquios. Va al grano.
El tiempo se acaba
El cambio climático nos asesta los primeros golpes violentos en forma de huracanes, lluvias torrenciales, olas de calor, sequías y hambrunas. El tiempo se acaba, como reconocen los máximos expertos en la materia, incluidos los de la ONU. El capitalismo ha venido a estrellarse contra los límites que le impone la madre naturaleza. Un paso más por el mismo camino y con el mismo espíritu predatorio, y la naturaleza se cobrará una cruel venganza a la que nadie, sea inocente o culpable, podrá escapar.
El capitalismo debe necesariamente dejar paso a un sistema que ponga en primer lugar el cuidado del planeta y el bienestar de la humanidad, por no haber otra salida. Tal es la tesis central del libro. En sí misma, no es original. Ya la habían defendido otros autores, por ejemplo el belga Daniel Tanuro, lo que no le resta mérito alguno. Ahora lo único que importa es que todos tomemos conciencia de que el capitalismo vigente solo nos ofrece un final apocalíptico, a corto plazo además. La civilización se encuentra en una encrucijada. O da forma a una nueva manera de entender la economía y sus relaciones con la naturaleza, o estamos acabados, no metafórica sino literalmente.
Según la apreciación de Naomi Klein, la crisis ecológica, al colocar a la humanidad entre la espada y la pared, puede ser entendida como una oportunidad de acabar con el régimen de explotación reinante, dando paso a soluciones más humanas y sostenibles. Se trata de una oportunidad irrepetible. Ahora o nunca. Estamos a punto de ir más allá del punto de no retorno, si es que no lo hemos superado ya.
Naomi Klein confía en que se impondrán el sentido común y el instinto de supervivencia; cree que los daños crecientes, al golpear a masas humanas cada vez mayores, provocarán una reacción global contra la Bestia que nos conduce directamente al ecocidio. No quiere ser pesimista. Una y otra vez nos recuerda la existencia de culturas que han respetado a la naturaleza y ofrece su voz a las minorías que se rebelan, aquí y allá, contra dicha bestia depredadora, invitándonos a buscar en ellas la inspiración que necesitamos para revertir el curso de los acontecimientos.
El valor del este libro se acrecienta por la sencilla razón de que no es posible incluir a Naomi Klein en la lista de los ingenuos. Ella misma pone al descubierto los prepotentes e irracionales modos del poder establecido en lo tocante al cambio climático (como, por otra parte, en todo lo demás). Prefiere la lucidez al autoengaño piadoso. De ahí el mérito de su negativa a caer en las garras del “todo está perdido”, del “no hay alternativas”, del simple nihilismo. Y no por mero voluntarismo, pues tiene muy en cuenta que desde el punto de vista técnico, todavía estamos a tiempo para salvarnos del ecocidio.
Por mal camino
Ya estamos acostumbrados a convivir con la amenaza climática, como estamos, de larga data, habituados a convivir con la posibilidad de una hecatombe nuclear, por no hablar de nuestra adecuación a realidades cotidianas francamente atroces. Nos costará reaccionar a tiempo, está visto.
Se gastaron enormes sumas de dinero para desacreditar a quienes estaban en condiciones de probar la responsabilidad del ser humano en el cambio climático y señalar el peligro que se cierne sobre nosotros. No hay manera de calcular el dinero dilapidado para impedir que tomemos conciencia de lo que debemos hacer inmediatamente.
Al final, sin embargo, los negacionistas puros y duros han tenido que replegarse, lo que para nada se debe entender como un triunfo de la sensatez. Simplemente, después de hacernos perder un tiempo precioso, los defensores del sistema han cambiado de estrategia.
Ahora lo que se lleva es admitir los peligros que comporta el cambio climático, y continuar la batalla de las ideas sobre ese supuesto ya imposible de rebatir. Si el presidente Bush se tomaba a guasa los límites ecológicos, el presidente Obama reconocía abiertamente que “hay que hacer algo”. Claro que luego vino Trump y le dio la patada al asunto.
Se han establecido cuotas de carbono y penalizaciones para las emisiones que causan el efecto invernadero, se publicitan los objetivos a alcanzar en cuanto a su reducción global se refiere, se proponen plazos, se nos invita a comprar vehículos limpios, a sustituir las bombillas incandescentes por otras de menor consumo, a no dejar las luces encendidas, a clasificar nuestros desperdicios para facilitar su reciclado, pero, en realidad y más nos vale reconocerlo, se ha avanzado muy poco.
Para colmo de males, mucha gente cree que efectivamente se está “haciendo algo”, rebajándose con ello la atención al problema de fondo. Una cosa es que se admita oficialmente nuestra responsabilidad en el cambio climático y otra muy distinta hacer algo serio al respecto. Una cosa es cambiar las bombillas, hacer unos pinitos con los coches eléctricos, llenarse la boca con las palabras limpio, verde, sostenible, ecológico y demás, y otra muy distinta ponernos a salvo de la catástrofe.
La gran estafa
Los prohombres del establishment saben desde hace tiempo con qué bueyes aran, y han optado por admitir el cambio climático con la clarísima intención de gestionarlo de al modo del príncipe Salina, aparentando cambios cosméticos para seguir en las mismas.
Ahora está de moda jugar al ecologismo, aprovechar la situación para hacer negocios colosales (piénsese en el mercadeo con las cuotas de carbono) y en proponer soluciones dignas de un catálogo de ciencia ficción (otro negocio).
Para ello el sistema ha tenido que abducir a ecologistas viejos y nuevos por medio de sobornos, sinecuras y comilonas. La historia que cuenta Naomi Klein hiela la sangre. Donde uno suponía que había dirigentes ecologistas de una pieza resulta que hay un hatajo de renegados, cómplices necesarios de los mayores contaminadores del planeta. Así se explica la indefensión de buena parte de la opinión pública ante milongas tales como la bondad del sistema de cuotas, la inocuidad del gas, la limpieza de la energía nuclear y el potencial de los agrocombustibles. Las voces críticas se encuentran en minoría, sometidas a un acoso incesante.
De particular interés son las páginas del libro de Naomi Kleindestinadas a hacernos ver lo que hay detrás del publicitado ecologismo de caballeros ilustres como Bill Gates, Warren Buffet (ambos dos ya colocados en la lista de benefactores de la humanidad por Vargas Llosa) y Richard Branson, el patrón de Virgin: autobombo e hipocresía. Queda claro que “ningún millonario verde nos va a salvar” y también que es de género tonto confiar en el ecologismo de quienes se lucran con el efecto invernadero. Y llega uno a pensar que estas gentes que presumen de ser tan filantrópicas y previsoras son aún más peligrosas que los cutres negacionistas de antaño.
Geoingeniería
Párrafo aparte merecen las páginas de Naomi Klein dedicadas a la “geoingeniería”, especialidad novísima que nos amenaza por donde menos lo esperábamos. Viendo venir el desastre, hay gente que ya se ha lanzado a una huida hacia delante inspirada en la tonta suposición de que la inventiva humana será capaz de embridar a la mismísima naturaleza en cuanto las cosas se pongan feas de verdad.
No es para nada casual y sí muy revelador que el American Enterprise Institute, uno de los think-tanks más potentes del movimiento neoliberal, famoso por sus pagos a los rapsodas del negacionismo (con los buenos dineros de Exxon-Mobil), cuente ahora con un departamento dedicado al cultivo de la geoingeniería, definida como “la única y mejor esperanza posible” [sic!]. Ni tampoco lo es que Bill Gates sea uno de los patrocinadores del delirio.
A Bill Gates le fascina la idea de capturar el gas carbono de la atmósfera por medio de unas mangueras, con la idea de hacerlo desaparecer no se sabe dónde, por ejemplo en alguna sima rocosa. Otra opción sería la de espolvorear hierro en los océanos, para estos se encarguen de retirar el carbono de la atmósfera.
Si los polos amenazan con descongelarse, la idea es oscurecer el sol. ¿Cómo? Sembrando espejitos en la estratosfera o tendiendo una cortina de nubes por el procedimiento enviar a las alturas grandes cantidades de agua de mar, quizá desde barcos o desde aspersores monumentales dispuestos a lo largo de la costa.
Otra idea es reproducir los efectos de erupciones como la del volcán Pinatubo, que causó una neblina que produjo un apreciable descenso local de la temperatura. Como el Pinatubo lanzó a gran altura elevados volúmenes de dióxido de azufre, la idea genial es copiarle, dispensando este compuesto a placer por medio de aerosoles. Con la mayor frivolidad se habla de tales cosas en revistas académicas y hasta la Royal Society da amparo tras sus venerables muros a las tenidas de los genios de la geoingeniería. Se supone que muy pronto todos andaremos a vueltas con el tema de la Gestión de la Radiación Solar.
Como nos hace notar Naomi Klein, los cultores de la geoingeniería no han sacado ninguna lección sensata de lo ocurrido, persisten en despreciar el poder de la naturaleza, se siguen creyendo sus dueños y señores, se siguen sintiendo omnipotentes, no reconociendo ningún límite. Encima, no hace falta ser un entendido para acusarles de no tener ni la menor idea de ecología.
Suma y sigue
Es inevitable que uno se pregunte en manos de quiénes estamos. Si damos de lado a las engañosas apariencias, se llega a la conclusión de que la marcha prosigue imperturbablemente en dirección al ecocidio. El cambio climático, como dice Naomi Klein, lo “cambia todo” al imponer un límite al sistema capitalista y a la forma de vida que le corresponde, pero solo en teoría y vistas las cosas con sensatez y humanidad. En la práctica, como poder, careciendo de ambas perspectivas, habituado imponer sus reglas, no se ve cómo podría cambiar el sistema en el sentido que nos interesa. No por casualidad el libro de Daniel Tanuro se titula El imposible capitalismo verde (Viento Sur, 2011).
No deja de ser significativo que tanto Naomi Klein como Daniel Tanuro tengan que cifrar sus esperanzas no solo en el poder de la verdad sino también en el poder que entorno a ella pueda generar la gente, llamada a cobrar conciencia de la situación y a movilizarse consecuentemente. Pero, ¿qué ocurre cuando la gente se moviliza para defender su tierra del fracking y demás barbaridades? Entonces intervienen las fuerzas del orden, públicas o privadas, para reprimirlas. Lo que constituye un botón de muestra de lo que puede suceder el día de mañana a escala global.
Y si nos atenemos a los tratados de libre comercio e inversión que se tejen al margen de la opinión pública, que prometen mucho más de lo mismo, que darán toda la ventaja a los grandes contaminadores, que no podrán ser frenados ni por los gobiernos, la cosa pinta muy mal. Por no hablar de las turbias previsiones del Pentágono relativas al mundo que viene (en alguna de las cuales ya se da por ahogadas a millones de personas).
Si uno llega a la conclusión de que estamos perdidos si no hacemos algo muy radical contra el cambio climático, si uno siente, con Naomi Klein, que este momento pasajero representa una oportunidad de que, por necesidad, la humanidad se sobreponga a la barbarie, a no dudar que los se lucran con la barbarie ven las cosas de otro modo, pues ni la tierra ni el bienestar humano les importó jamás un carajo. En cualquier caso, la alternativa está clarísima: O humanismo o barbarie.–MANUEL PENELLA