“Si amas, sufres; si no amas, enfermas”, decía Freud, y mejor no olvidarlo. Somos más conscientes que nunca de la trascendental importancia de nuestra afectividad y, sin embargo, nos encontremos lejos estar a la altura de nuestro saber. Algo hemos progresado, pero no lo suficiente.
Parece mentira lo que nos cuesta admitir las necesidades afectivas más obvias, como si las temiésemos. Que las tema el poder establecido es muy comprensible porque su inhumano funcionamiento depende de que se ignoren, pero me parece estúpido ese temor por nuestra parte. ¿No nos dijo el antropólogo Marvin Harris, nada sospechoso de blandenguería, que la necesidad de amor figura entre los rasgos básicos de nuestra especie?
¿Por qué nos resistimos a admitir el potencial revolucionario de la afectividad humana, presente –por ejemplo– en nuestra indignación y en el anhelo de un mundo mejor? ¿Por qué no queremos reconocer el poder de los sentimientos, de los que tantas veces depende el rechazo de la barbarie?
¿Acaso no nos hemos percatado de que el corazón humano es para la barbarie un oponente mucho más implacable que la razón? Esta puede ceder bajo la directriz de unos sencillos cálculos utilitarios, él no. Y si nos saltamos su voz, lo pagaremos con toda seguridad. (Piénsese en los miles de jóvenes soldados norteamericanos que han vuelto de Afganistán o de Irak poseídos por una pesadumbre que se resiste a ser descrita con palabras, el amargo fruto de una experiencia inhumana, incompatible su sensibilidad.)
El homo sapiens es, pese a quien pese, un mamífero hipersensible, tanto que puede bastar una palabra para matarlo. No es sorprendente, si tenemos en cuenta su ontogénesis.
Desde que abre los ojos al mundo –al útero cultural–, el ser humano se encamina hacia la formación de su complejo e intimísimo tejido emocional, imprescindible para que pueda relacionarse con el prójimo y acceder a los altos bienes de la cultura. Antes no se sabía y es probable que todavía sea pronto para pedirnos que asumamos coherentemente todas las consecuencias que de ello se derivan. El lastre de pasados siglos de ignorancia sea quizá la única disculpa que podemos esgrimir.
El descubrimiento del niño
Por lo que a nuestra civilización se refiere, la historia de la infancia, bien conocida gracias a Lloyd Demause, fue tristísima, tanto que hasta llega a parecer milagroso que las cosas no salieran aun peor. ¡Cuánto maltrato sistemático! ¡Qué modales pedagógicos!
Hubo que esperar hasta el siglo XIX para que por fin se prestase atención a los niños, unos perfectos desconocidos hasta entonces, simples adultos en miniatura en el mejor de los casos, o bestezuelas a las que había que domar. De ahí la exclamación de Victor Hugo, que no me resisto a citar una vez más: “Colón solo descubrió América. ¡Yo he descubierto al niño!”
Nietzsche todavía podía perorar sobre las ventajas de una “escuela dura” y fantasear con la idea de crear al superhombre con modales de escultor, como si un niño fuese bloque de mármol; no había hecho ese descubrimiento trascendental. Quien desee elevar el nivel de la humanidad debe tomar nota de lo que necesita el niño pequeño. No por azar nacemos prematuramente y maduramos con lentitud. En estas particularidades se basa la plasticidad característica de nuestra especie, así como nuestra posibilidad de elevarnos o de degradarnos.
Para encontrar los primeros atisbos de una nueva actitud hacia los niños debemos remontarnos a las sugestiones de Jean-Jacques Rousseau a favor de una distinta manera de entender la crianza, más “natural”, basada en el vínculo madre/hijo, que debía ser respetado a toda costa.
El trato a los niños mejoró, por lo menos en los dominios de la burguesía. Pero hacía falta una mirada científica a tan complejo asunto y mucho trabajo para que se tomase conciencia de la maravillosa trama biocultural que nos permite desarrollarnos al máximo o que nos deja a medias si algo falla.
Cuando todavía era frecuente tropezar con niños muertos en las calles de Londres, cuando se los ponía a trabajar de sol a sol, cuando todavía se los ahorcaba por delitos menores, Charles Darwin, el gran naturalista, se dedicó en su retiro campestre a estudiar a su hijo de seis meses de edad. Se llevó una buena sorpresa.
Darwin se vio forzado a admitir que el ser humano posee una capacidad innata para identificar las emociones expresadas por los gestos de la cara. Ese fue el primero de una serie de descubrimientos trascendentales, llamados a ampliar el conocimiento de nosotros mismos y a perfeccionar la manera de criar y educar a los niños. Darwin descubrió también que su hijo ya era capaz de responder de manera apropiada a las expresiones faciales. Habría, pues, que relacionarse con él con una nueva actitud, más comunicativa.
En La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, Darwin escribe: “La niñera simuló que lloraba, y pude observar como la cara de mi hijo adoptaba en el acto una expresión melancólica; las comisuras de los labios descendieron. Este niño no podía haber visto llorar a otro niño, y desde luego no había visto llorar a una persona mayor, y supongo que a tan corta edad no podía estar en condiciones de razonar sobre la cuestión. En consecuencia, creo que un sentimiento innato debió decirle que el llanto fingido de la niñera expresaba aflicción; y esto por medio de un instinto de empatía, produjo dolor en él.”
Este descubrimiento fue confirmado y posteriormente completado por numerosos investigadores. En la década de los ochenta del pasado siglo las doctoras J. M. Haviland y M. Lelwicademostraron que las respuestas emocionales adecuadas se pueden detectar en bebés de solo diez semanas.
Si la voz y la expresión de la madre son alegres, el bebé se pone contento. Ahora bien, un bebé no se limita a imitar. Si una madre aparenta estar triste, el bebé se pondrá a succionar, en busca de consuelo; si ella se enfada, puede que él se enfade también, imitándola, pero lo más probable es que se quede quieto, que deje de juguetear o de gorjear.
Hoy sabemos que la vida emocional del ser en formación será tanto más refinada cuanto más plena sea su relación con la madre, el padre y los adultos de su entorno.
También sabemos que el gobierno de la vida emocional no es independiente de la maduración del cerebro y que los niños suelen hacer grades progresos entre los ocho y los dieciocho meses de edad si no están aislados, si cuentan con buenos interlocutores, si reciben los estímulos adecuados. Es entonces cuando la zona más primitiva del cerebro entra en relación –el enriquecimiento es mutuo– con el neocórtex, la zona más avanzada.
El sutil mecanismo emocional empieza a ajustarse, estímulo tras estímulo, en la dinámica relación con el prójimo. Si la estimulación es pobre, mal; si es excesiva y arbitraria, mal; si está cargada de negatividad, mal también, siempre con consecuencias indeseables. Antes, no se sabía. Ahora carecemos de disculpa si no lo tenemos en cuenta. Nuestra responsabilidad como creadores de lo humano va en aumento a medida que vamos conociendo el fenómeno biocultural que nos hace posibles y que nos da una idea de cómo podemos mejorar y, ante todo, de cómo no meter la pata.
Casos tristes y reveladores
Aquí vale la pena traer a colación algunas referencias. Por ejemplo, el caso de las gemelas adoptadas por el matrimonio Dennis allá por los años treinta. La idea era criarlas sin amor, fría y maquinalmente, a ver qué pasaba.
Las pequeñas criaturas no dejaron de protestar, de berrear y de agitar los bracitos, un día tras otro. Hasta que, por fin, los dos criminales se ablandaron. Para entonces eran unas niñas muy retrasadas desde todo punto de vista.
Quede constancia que el fallido experimento sirvió para demostrar que ambas buscaron desesperadamente lo que más necesitaban, a saber, un trato humano. No es extraño, por lo tanto, que Marvin Harris, un materialista cultural, haya acabado por toparse, en los adultos, una necesidad de amor de lo más elocuente. Con nuestros antecedentes, puestos de relieve por varias generaciones de estudiosos de la infancia, lo extraño habría sido no encontrarla.
¿Qué ocurre si un niño se ve separado de su madre entre los quince y los treinta meses de edad? Hoy lo sabemos mucho mejor que en tiempos de Rousseau y Pestalozzi. El drama se ha repetido muchas veces en los orfanatos y ha sido cuidadosamente estudiado por el doctor John Bowlby. El niño protesta con todas sus fuerzas, rechaza a cualquier persona de buena voluntad que ose consolarle. Luego, al cabo de una semana más o menos, se sume en la fase siguiente. Cesan las vivísimas protestas; encerrado en sí mismo, llora quedamente; está desesperado.
El verdadero desprendimiento de la madre viene después y tiene consecuencias pavorosas. El niño deja de rechazar a las personas desconocidas que le cuidan, se interesa un poco por el mundo exterior.
Si por casualidad recibe la visita de la madre, lo más probable es que no le haga ningún caso. Al final tendremos una criatura adaptada a la rutina del orfanato, sociable incluso, pero solo en apariencia. En realidad, según Bowlby, estaremos en presencia de un ser incapaz de relacionarse con el prójimo, egoísta y solo interesado en los bienes materiales. En estas condiciones su maduración emocional será prácticamente imposible; varios registros afectivos se habrán perdido, acaso para siempre.
Estos casos extremos constituyen una llamada de atención. Los niños se resisten a ser tratados como cosas. No lo son en ningún sentido, dato que los adultos haríamos bien en poner en relación con nuestra propia sensibilidad, afinada en nuestros primeros años de vida. ¿Acaso no se nos revuelven las entrañas cuando nos vemos tratados como simples objetos, como capital humano por ejemplo?
Sobre el bien y el mal
El buen humor de la madre es el mejor estímulo que se conoce para el desarrollo psicomotor de un niño; malhumor crónico lo obstaculiza. Si ella es depositaria de una saludable inteligencia emocional, el primer beneficiario será su hijo. Si ella carece de dicha inteligencia, los problemas irán en aumento en el plano afectivo y también en el intelectual. De hecho, el fracaso escolar suele hundir sus temibles raíces en la miseria afectiva de la gente menuda, una evidencia que todavía se pasa por alto en busca de explicaciones menos comprometedoras para los padres y la sociedad.
Tampoco podemos ignorar que las manifestaciones de loca violencia que tanto nos impresionan en la actualidad suelen tener el mismo origen. Los niños, los adolescentes y los adultos que las protagonizan no vivieron en sus hogares experiencias emocionalmente satisfactorias. Todo lo contrario.
El hombre violento de hoy es el niño maltratado de ayer. Ya nos lo advirtió René Spitz, la mayor autoridad en la materia: “Los niños que crecen sin amor serán adultos llenos de odio”. Un vistazo a las deprimentes infancias de Adolf Hitler, Iosiv Stalin y Charles Manson nos puede dar una idea clara de lo que la humanidad se juega en el delicado terreno de la crianza de los niños. No por casualidad, los tribunales de justicia no son completamente insensibles a la narración de la infancia de un asesino, algo que en tiempos pasados habría sido considerado fuera de lugar.
Quien busque los orígenes de la conciencia moral los encontrará arraigados en la vida emocional de criaturas de solo tres años de edad. Si la crianza ha tenido lugar en condiciones satisfactorias, en un clima de amorosa comunicación, todos los niños llegan a esta temprana edad a la misma conclusión, sintiendo, no razonando: todas las acciones que dañan o afligen al prójimo son malas. Esto es, llegan al principio supremo que desde siempre los filósofos han luchado por fundamentar racionalmente (principio que, por cierto, lo hayan conseguido o no, es el principio moral número uno de cualquier humanismo que se precie).
Por descontado que los niños de tres años no se sometan a tan noble principio de forma mecánica, como tampoco los adultos, lo que para nada empaña los primeros destellos de la conciencia moral. Con el tiempo, a partir de ellos, un niño llega a convertirse en un aprendiz de moralista, con la consiguiente llegada de los sentimientos de culpa y con la inevitable exposición a injusticias reales o imaginarias, incluidas las más traumáticas, con las correspondientes enseñanzas, buenas o malas.
De todo ello se deduce que no andaba tan errado el viejo empirista David Hume cuando ponía los sentimientos morales en la base de su propuesta ética. Es verdad que no son constantes ni mecánicos, es cierto que pueden estar dañados de raíz, pero eso no les resta valor, entre otras cosas porque no contamos con herramientas mejores.
Y sin embargo…
A nadie se le ocurriría hoy cantar las bondades de la escuela dura, ni confundir a un educador con un escultor, como todavía hacía Nietzsche antes del descubrimiento del niño. Sabemos que el desamor atonta, sabemos que el amor enriquece y que el juego es un instrumento pedagógico formidable.
Hoy la crianza de los niños es incalculablemente mejor que la de ayer. Ya no fajamos a nuestros hijos, ya no les imponemos castigos corporales; hemos aprendido a respetar sus fases de desarrollo; somos conscientes de que no vale enseñarles a amar la verdad y mentir delante de sus narices. Sí, hemos progresado, al menos en líneas generales.
En el punto de partida se tiene en cuenta en desarrollo integral del niño y se fomenta la creatividad, un don que forma parte de condición humana. El trabajo de los grandes pedagogos del siglo XX, desde María Montessori en adelante, no ha caído en saco roto. Han contribuido a humanizarnos, a ganarle terreno a la barbarie y esto a pesar de los pesares, porque como es obvio en nuestras sociedades presuntamente avanzadas ni los padres ni los educadores gozan del tiempo y de la tranquilidad necesarios para tratar a los niños como quisieran.
Sin embargo, lo que empieza relativamente bien suele acabar muy mal para el sujeto en cuanto la sociedad considera que debe ser tratado como aspirante a vivir en el mundo de los adultos. El mundo en que vivimos no es el más apropiado para quien se haya hecho con “un buen corazón”. No todos los padres harían frente malas notas de su hijo en la escuela con la altura de miras de los padres de Einstein: “¡Y qué importan esas notas, si él es bueno!”
Ni siquiera se espera a que el sujeto entre en la adolescencia para obligarlo a pasar por el embudo de los intereses dominantes. Su creatividad empezará a ser mal vista. Dados sus antecedentes, relativamente saludables si los comparamos con los de pasados tiempos, el trauma no puede ser mayor ni de mayor alcance.
Los gustos y preferencias del joven se ven acosados, en busca de acomodarlos a lo que se entiende por una vida útil. Viene después un cursillo acelerado contra lo que pueda tener de sentimental y de idealista. Y es que la sociedad no está a la altura de sus necesidades emocionales. ¡Y luego los prohombres de nuestro tiempo se sorprenderán de las conductas disfuncionales, de los ataques de rebeldía! Y renegarán de lo que estuvo bien hecho para reclamar más disciplina, mano dura, con la más anticuada mentalidad. ¡Vaya contradicción!
El sujeto ha sido preparado para un mundo y se encuentra con otro de sobresaliente brutalidad en el que los buenos sentimientos brillan por su rareza. Un humanista consecuente no dejará de ver en su desconcierto, en su sufrimiento y en su rebeldía los estertores de la salud que se le arrebata en el preciso momento en que le toca cosechar sus frutos más hermosos. No toda rebeldía es insana. ¿Acaso el mundo no sería mucho peor de lo que es si los adultos y las instituciones pudieran vejar y atropellar impunemente la sensibilidad y la conciencia moral de los jóvenes? ¿Cuántas veces progreso y rebelión han ido de la mano?
Hemos avanzado en el conocimiento de nosotros mismos pero, repito, no estamos a la altura de lo aprendido. Seguimos escindidos, metidos en una lucha contra nuestro mundo emocional, acallando deseos y anhelos, buscando la mejor manera de encajar en el orden práctico de una sociedad que se rige por principios que le son esencialmente ajenos, retorciéndonos por dentro como un perro tratado a palos. Un triste destino para este mamífero hipersensible.
Hemos progresado, pero no nos hemos librado del acorazamiento emocional, ni de sus consecuencias, incluida la banalidad del mal. Hoy se entiende que convivir con ella a diario y ejercerla sin perder el apetito es signo de madurez y de un buen ajuste social.
Si la cosa es especialmente fea, puede que el sujeto reciba algún entrenamiento especial (por ejemplo el de criar una mascota y luego matarla y comérsela, para que se endurezca “como es debido”).
No es nada sencillo convertir a un ciudadano normal de principios del siglo XXI en una máquina de matar, como saben todos los expertos en la materia. Y si se consigue, los resultados pueden ser realmente funestos para él. “Doctora, tengo sueños malos”, dijo entre lágrimas un recién llegado del teatro de operaciones.
No por capricho consideramos que ciertos políticos, banqueros y empresarios tienen un corazón de piedra, que no tienen sentimientos. Y por cierto que no es admiración ni simpatía lo que nos inspiran. ¿Cómo pueden dormir tranquilos?
Hay tantos profesionales diversos tan habituados a prescindir de sus sentimientos que hasta puede parecer que los votos del corazón son intrascendentes. Para colmo, en lugar de ahondar en los sentimientos y sus matices, pesa sobre nosotros la moda de dividir nuestros estados de ánimo entre un “estar bien” y un “estar deprimido”, moda que lleva implícita la medicalización de nuestro espíritu, una forma de mecanizarlo y silenciarlo. Por no hablar de la terapia complementaria, por lo general encaminada a conseguir que el sujeto se ajuste “a lo que hay”.
Ahora bien, con todo y con eso no deberíamos llamarnos a engaño. El corazón actúa, a tiempo o tarde, continuamente, a nuestro alrededor, en nuestro pecho, de forma anónima o con una repercusión pública.
¿Cuántos seres humanos han arriesgado la vida para salvar o proteger a un congénere en apuros? ¡Incontables! ¿Cuántos viven consagrados a atender a personas vulnerables porque así se lo pide el cuerpo, ajenos a tales o cuales cálculos utilitaristas? ¡Incontables! Y es que el buen corazón puede ser muy potente.
De pronto, millones de personas salen a las calles para tratar de impedir que se bombardee un país so pretexto de atrapar a un solo hombre. De pronto, obligados a atacar a personas indefensas, unos pilotos se niegan a despegar, frenados por el corazón y no por cálculos utilitarios personales.
De pronto, un responsable de lanzar misiles desde un remoto observatorio, apaga la pantalla, se levanta de su silla y dice “no aguanto más”, ya dispuesto a atenerse a consecuencias muy desagradables. De pronto, el corazón le dice al joven Edward Snowden que debe revelar al mundo de qué forma somos espiados en secreto, y por ello se la juega. Estas iniciativas del corazón, ajenas a los intereses inmediatos del sujeto, nos recuerdan el poder de los buenos sentimientos.
Si no fuera por estos sentimientos, el mundo que nos hemos creado no sería contradictorio sino inhabitable. De modo que, en lugar de ir de duros por la vida, con la frasecita “no es nada personal” a flor de labios, haríamos bien en ponernos de parte de ellos, haciendo justicia a nuestra sensibilidad, un don de la naturaleza, uno de los más fascinantes que se conocen. Sí, haríamos bien en aprovechar este don al máximo, en seguir la dirección que nos marca desde el principio. Esa sería la manera más segura de encaminarnos hacia una sociedad que no contradiga lo mejor de nosotros mismos, esa vibración interna que nos permite discernir casi instintivamente qué es humano y qué inhumano.–MANUEL PENELLA HELLER