Suena bien esto del comunitarismo, un movimiento algo misterioso y bastante heterogéneo que, por cierto, no tiene nada que ver con las comunidades de hippies de los años sesenta. Es una filosofía de ahora mismo, una especie de conspiración académica contra la herencia del Siglo de las Luces. Tiene un bonito nombre, pero tenemos que estar prevenidos y saber de qué va y lo que está en juego.
¿Sabes lo que está bien y lo que está mal, lo que debes hacer y lo que no? Se supone que hubo tiempos en los cuales hasta los más despistados podían responder sin titubear. Me refiero a aquellos tiempos remotos en que los hombres vivían en comunidades cerradas, solas e incomunicadas. Hoy, en cambio, hasta el más curtido moralista titubea a la menor cosilla. Y es que vivimos en los tiempos del relativismo cultural, que son también los del relativismo moral, y casi siempre andamos perdidos entre valores contrapuestos.
Una de las experiencias más inquietantes y reveladoras sobreviene allí donde dos o más culturas, incomunicadas hasta ayer, se encuentran por motivos comerciales, guerreros o, como hoy sucede, simplemente turísticos. Lo que está mal aquí es bueno allá y a la inversa.
Cuenta Heródoto que el rey Darío convocó a griegos y calatios para conocer sus respectivas reacciones ante la perspectiva de tener que comerse los cadáveres de sus padres. Los griegos, horrorizados, contestaron que bajo ningún concepto harían tal cosa. Los calatios, procedentes de la India, acostumbrados a comerse a sus padres muertos, no comprendieron la reacción de los griegos. Eso sí, pusieron el grito en el cielo cuando Darío les preguntó si estaban dispuestos a quemar esos cadáveres en lugar de comérselos. Llegados a este punto, Heródoto escribió que Píndaro tiene toda la razón cuando afirma que la costumbre es el rey de todos los seres. Para los griegos de los tiempos homéricos, de acuerdo con la tradición, el hombre virtuoso era el guerrero feroz, capaz de mentir a sus enemigos, deliciosamente inmodesto, rasgos que entre los esquimales sólo concurren en los hombres indignos de respeto. En la tradición de los esquimales rige otra escala de valores, con otras virtudes, encabezadas por la amabilidad y la generosidad… En fin, hoy como ayer es dificilísimo convencer a un pueblo de que los valores de una tradición extranjera son mejores que los propios. Como decía Ortega y Gasset, lo espontáneo es, en definitiva, lo tradicional.
Cuando dos o más culturas concurren en un mismo sitio, en una misma alma… las cosas se complican, y hasta puede que el hombre decida obrar por cuenta propia, sin ningún freno. Allá por el año 390 antes de Cristo, cuando unas cuantas idas y venidas de guerreros, de fugitivos y de mercaderes mostraron por primera vez los encantos del relativismo cultural a hombres dispuestos a ir al fondo de la cuestión, se oyó una voz inquietante, a la que desde entonces se ha tratado de acallar con buenas razones. Me refiero, claro es, a la voz del sofista Calicles:
Los débiles y los hombres del pueblo han hecho las leyes… El signo de la justicia es el dominio del más fuerte sobre el débil… Si un hombre ha nacido hijo de rey o es capaz de erigirse en tirano, de detentar un poder supremo, ¿qué podría ser más vergonzoso para ese hombre que una sabia moderación? Si se puede gozar sin obstáculos de todos los bienes, ¿se prestará atención a los deseos y a las críticas de los maestros de las leyes populares? La vida fácil, la intemperancia, la licencia, constituyen la virtud y la felicidad….
La propia noción de “bien común” había saltado por los aires. Por primera vez la moral entera, rota la tradición, se mostró como un invento, como el fruto siempre relativo de unas circunstancias concretas, como una emanación del poder… ¡Mal asunto! El drama moral vino a coincidir, como es obvio, con una época turbulenta en la que nadie podía sentirse seguro. Aunque injustamente condenado a muerte, Sócrates prefirió morir allí mismo, en Atenas, su querida ciudad, bajo el imperio de su ley. Pudo huir y no quiso; suponía que el mundo exterior era completamente bárbaro y sin ley.
Estoy convencido de que si Sócrates hubiese sido más joven habría puesto su vida a salvo… Los grandes filósofos que vinieron después fueron grandes viajeros, fugitivos, exiliados o directamente extranjeros. Atenas ya no seguiría viviendo cerrada sobre sí misma. Ya Platón pudo comprobar por sí mismo que lejos de Atenas también se podía vivir, por cuanto más allá no se abría el mundo de la barbarie como había sido de buen gusto suponer. La experiencia estuvo a punto de costarle la vida, bien entendido que las puñaladas del extranjero no eran peores que las de Atenas. En definitiva, el fin de las ciudades-estado a manos de poderes imperiales marcó el comienzo de una nueva era. Hombres y mujeres de diverso origen cultural se vieron obligados a convivir bajo unidades políticas gigantescas.
LA HUMANIDAD SE DESCUBRE A SÍ MISMA
Para un ateniense de los tiempos de Sócrates cualquier extranjero era un bárbaro y podía ser tratado como tal, extremo insostenible después. Estamos acostumbrados a atribuir al cristianismo el descubrimiento de la humanidad y del valor de cada ser humano sea cual sea su origen.
Sin embargo, nunca deberíamos olvidar que el amor a la humanidad es anterior y que surgió en tiempos de crisis y de mezcolanza cultural, en los que se hizo evidente la necesidad de poner límites a espíritus rapaces como el del mencionado Calicles. En el siglo IV antes de Cristo para ser exactos.
Primero se puso en duda que fuera lícito esclavizar al prójimo. No es casual que el sapientísimo Epicuro concediese la libertad a sus cuatro esclavos. Ya los primeros cínicos, con Diógenes a la cabeza, se declararon ciudadanos del mundo. Los estoicos, con Zenón de Zitio en vanguardia, fueron cosmopolitas ilustres. Llegaron a afirmar que es completamente insensato que la humanidad se divida en naciones y más todavía que guerreen entre sí.
Zenón dio por seguro que todos los hombres, sin excepción, tienen derecho a nuestra benevolencia. Lo importante es que uno se ame a sí mismo, en primer lugar, para que luego pueda hacer extensivo ese amor a su familia, a los amigos, a los conciudadanos y… a la humanidad. Bien sabían Zenón y sus seguidores que el amor se va debilitando a medida que nos alejamos de nuestros seres queridos, y por eso propusieron el amor a la humanidad como meta que debe alcanzar el hombre virtuoso.
Hijos de una crisis inaudita, de un auténtico cóctel de culturas, cínicos, epicúreos y estoicos descubrieron a la Humanidad, y para ello tuvieron que elevarse por encima de los rescoldos de cualquier tradición particular. Al mismo tiempo, grandes buscadores de la felicidad en ese mundo turbulento, encontraron la fortaleza en sí mismos, independizándose por completo de los avatares de la fortuna. Como no podía ser de otro modo, llegaron a la conclusión de que hay una sola ley moral, prácticamente innata, inscrita en el corazón de todos los hombres, cuya patria es la tierra misma y no el terruño.
Al mismo tiempo, por todos los medios –incluido el examen de conciencia– trataron de dominar las pasiones que el temible Calicles había ansiado liberar por completo. No fueron los cristianos los primeros en empeñarse en dominarlas. Aquellos helenos habían contemplado suficientes horrores. Galeno, el célebre médico, optó por el autocontrol emocional cuando vio cómo un amigo, por un simple capricho, hería a un pobre hombre. Nunca vio con buenos ojos –es sintomático– que su madre mordiera a las criadas. Y siempre admiró a su padre por el hecho de que fuese capaz de no pegar a sus esclavos en caliente, como era costumbre. Por lo visto, el padre de Galeno se dominaba primero, y luego administraba un frío y medido correctivo.
Hoy sabemos que el cristianismo enarboló la bandera de la paz y de la humanidad cuando los judíos fueron definitivamente derrotados en el campo de batalla y que se difundió de manera masiva cuando los habitantes del Imperio Romano, hartos de violencias y arbitrariedades, se encontraron en situación inmejorable para entender su mensaje. Y sabemos también que los primeros pensadores cristianos nutrieron de las enseñanzas de las grandes escuelas filosóficas que acabo de citar, surgidas todas ellas en circunstancias históricas tan borrascosas como las suyas, en las cuales ninguna tradición local podía resistir la prueba.
TRASCENDIENDO LOS LÍMITES DEL TERRUÑO
En definitiva, desde que hubo mezclas culturales se impuso la acuciante necesidad de trascender los límites del terruño en busca de un acuerdo superior, y de paso se descubrió a la Humanidad. En definitiva, ya estaba en juego, como hoy, la convivencia, y desde hace más de dos mil años hemos buscado la mejor manera de fundamentar una moral válida para todos. Para ello, hemos procurado no recurrir a la tradición, siempre local. Hemos apelado a Dios, a un presunto orden moral inscrito en nuestra naturaleza, a los sentimientos –en particular, a la simpatía–, a la razón… todo con tal de no encerrarnos en un nicho cultural cerrado. A nadie se le pueden ocultar las dificultades, pero a no dudar esta ha sido nuestra gran empresa.
Quien más lejos llegó fue Kant, que nos propuso una ética absolutamente racional y gloriosamente universal. El propio Dios, en caso de existir, decía, estaría sometido a ella y también los habitantes de todos los planetas, que él creía habitados. Ya se sabe: somos demasiado ardientes porque vivimos muy cerca del Sol, por eso nos cuesta guiarnos por la razón práctica y las pasiones nos juegan malas pasadas. Porque si viviésemos más lejos, en Neptuno por ejemplo, cumpliríamos con nuestro deber sin el menor esfuerzo.
La moral kantiana no se basa en los sentimientos ni en las costumbres ni en consideraciones utilitaristas. Para él, los imperativos genuinamente morales –o categóricos– no están limitados por ninguna condición. Aparecen bajo la siguiente forma: debes hacer tal cosa. ¿Cuándo? Siempre. ¿En qué circunstancias? En todas. Y esto con absoluta independencia de las consecuencias prácticas.
Debo decir siempre la verdad por amor a la verdad misma, aunque en un caso particular pueda acarrear una desgracia. Y debo decirla porque mi deseo es que se imponga universalmente la verdad. Yo cumplo mis promesas y deseo que se cumplan las promesas porque si no se cumpliesen yo acabaría siendo víctima de las incumplidas promesas de los demás. La ética kantiana escapa del relativismo, no apunta a la felicidad y requiere para ser llevada a la práctica un completo dominio de las pasiones.
LA REACCIÓN COMUNITARISTA
Pues bien, precisamente cuando podemos ver nuestro planeta desde fuera, cuando la unidad de nuestra especie ha sido demostrada por la genética, cuando lo local se torna borroso y se afirma lo global, he aquí que surge el movimiento comunitarista, encabezado por Alasdair Macintyre, un filósofo inglés que enseña en la universidad de Vanderbilt (EE.UU.).
Los filósofos de este movimiento parecen empeñados en desandar el camino de los viejos epicúreos, cínicos y estoicos, el camino del cristianismo y el camino de aquel Siglo de las Luces que Kant llevó a su máximo esplendor y de cuya herencia vivimos aún. Para ellos lo que cuenta es la comunidad, entendida como fuente de valores, entendida como realidad asentada en una tradición. De hecho, no toman en serio el famoso Contrato Social de Rousseau, pues consideran que nadie está en condiciones de firmarlo: La comunidad antecede al individuo, lo moldea durante los primeros años y se lo incorpora después sin darle la menor opción de elegir. Estos filósofos no fueron los primeros en advertir que los valores penetran en el agente moral antes de que sea capaz de pensar por sí mismo. En este punto se inspiraron en Henry Sidgwick y Max Weber, quienes ya se habían hecho cargo de esta particularidad. La novedad consiste en imaginar una comunidad pura, libre de anomias, y en ponerla a toda costa por encima del individuo, como si tal apaño fuese la solución a todos los problemas morales que este pueda tener y de ello pudiese esperarse una armonía social garantizada.
Los comunitaristas critican despiadadamente a Kant por entender que ha reducido al agente moral a la condición de un mero fantasma: Ningún hombre de carne y hueso puede regirse por la moral kantiana, nos dicen. Y son consecuentes: valoran reactivamente los sentimientos del individuo, e incluso la particular biografía de cada uno. Sería de agradecer si no prevaleciese el regodeo en los sentimientos gregarios y en la adaptación del individuo al engranaje comunitario como resultado ideal del proceso educativo.
A la Humanidad le ha costado muchísimo descubrirse a sí misma y situar al hombre en su seno como un individuo con derecho a buscar su propia felicidad. En el movimiento filosófico que nos ocupa, el individuo tiende a disolverse en la comunidad y su autonomía cuenta muy poco. El bien común de esta prevalece indefectiblemente sobre el suyo. Reflexione el lector sobre lo que se gana y lo que se pierde con tal cambio de perspectiva, con semejante renuncia a nuestro querido individualismo. Y téngase presente que la propia frontera entre lo público y lo privado tiende a borrarse. Para Michael Sandel, por ejemplo, los poderes públicos no deben permanecer neutrales en caso de que ciertos ciudadanos incurran en privado en prácticas “desviadas” desde el punto de vista de la escala de valores vigente. Tomado al pie de la letra, esto implica, salta a la vista, el fin del liberalismo.
¿A QUÉ COMUNIDAD SE REFIEREN?
Aunque parezca sorprendente, los filósofos que nos ocupan no están de acuerdo en lo tocante a qué debemos entender por comunidad. Todas las definiciones que dan son nebulosas, imprecisas. Podemos encontrar desde comunidades vecinales hasta comunidades nacionales. En teoría, una comunidad sería un grupo humano que comparte los mismos valores, la misma tradición, pero esto es muy difícil de encontrar en la actualidad. El mestizaje cultural que caracteriza a la humanidad del siglo XXI es tan asombroso como irreversible.
En todo caso, el movimiento comunitarista nos expone a severas recaídas en la trampa de definirnos por oposición al extranjero, incluso al presunto extranjero. De hecho, Macintyre ha llegado a afirmar que el patriotismo requiere que yo demuestre una devoción peculiar a mi nación y tú a la tuya. ¡Viejo estribillo el suyo! La propia tolerancia, tan glorificada por todos los humanistas de ayer y de hoy, corre peligro. La identidad misma de una comunidad depende de lo contrario, de la intolerancia. Por ejemplo, Macintyre escribe: Si la vida de la comunidad ha de sobrevivir , ya sea a nivel local o nacional, la tolerancia debe deternerse en un punto u otro.
Si se asume el punto de vista comunitarista, empiezan a verse con malos ojos l los hijos del mestizaje cultural, por ejemplo de padre católico y madre protestante –mi caso–, de madre negra y padre blanco, de padre chicano y madre oriental, y se puede caer en la trampa de buscar comunidades puras donde ya no las puede haber o, lo que es peor, de fabricarlas por medio de la ingeniería social (¡o la limpieza étnica!), y esto en nombre de un curioso ideal terapéutico encaminado a obtener seres humanos que se vean libres del peso de tomar decisiones personalísimas entre diversas opciones morales, entre diversas tradiciones fragmentadas, entre voces mutuamente incompatibles de la propia conciencia. Parecen haber olvidado lo que demostró en su día el ya mencionado Sidgwick, a saber, que no hay ningún sistema moral exento de contradicciones internas.
Como era de prever, los comunitaristas dicen respetar las diferencias culturales –siempre que no sea en su casa– y nos recuerdan que en nombre de la humanidad se han perpetrado muchos crímenes. El hombre blanco, occidental e ilustrado, siempre se ha considerado superior, más moral, que los indios pieles roja o los africanos, y no ha vacilado en imponerles su bondad por las malas. Certera crítica. Pero ¿cómo respondería un comunitarista puro y duro ante la costumbre de cortar el clítoris que es propia de ciertas culturas? Se encogería de hombros. Eso no va con él. Ha abrazado la causa de su comunidad y la Humanidad ya no es asunto suyo. He aquí, por cierto, el peligro, uno más de la hora presente.
Sorprende la rapidez con que el comunitarismo pasó de ciertos conventículos académicos al dominio público, sin mayores aclaraciones, como argumentario neoconservador. Fracasado el intento de reflotar el racismo por medio de un engendro llamado raciología (los avances de la genética lo liquidaron a las primeras de cambio), los neoconservadores usan al comunitarismo como alternativa supuestamente presentable. De ahí la amplia difusión que tuvo El choque de civilizaciones, de Samuel Hutington, de ahí las arremetidas contra el multiculturalismo, la histeria en torno a la sustitución de cristianos por musulmanes, de ahí la reaparición del nacionalismo, de ahí la afirmación constante de nuestros valoressupuestamente amenazados por los otros. Donde menos te lo esperas, hay un comunitarista dispuesto a dar la batalla, probablemente inspirado en alguna lectura de quinta mano y por completo ignorante de la filosofía de fondo y de lo que nos jugamos. –MANUEL PENELLA HELLER
Menudo tema complicado… da para largo. Muy bien expuesto, da para pensar largo y tendido, lo guardo para afrontarlo otro día con más calma y reflexionarlo en una hoja en blanco.
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Mil gracias por su comentario. Un saludo.
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