En Estados Unidos hay empresas gigantescas caracterizadas por su duplicidad. Por un lado, parecen pacíficas, cotizan en Wall Street  y presumen de sí mismas; por el otro, son empresas bélicas conectadas  a las ubres del erario público, receptoras de préstamos formidables y beneficiarias del confidencial tratamiento que merecen los asuntos de Estado.  No regresaron a  la vida civil  tras la victoria sobre el III Reich. Con el tiempo,  con la Guerra Fría como justificación, dieron lugar a un formidable conglomerado empresarial, al que se sumaron incontables empresas menores, franquicias o contratas a medida de los altos intereses del conjunto. 

     El fenómeno ha dado lugar a lo que los economistas llaman el “sistema Pentágono”, una variante, dicen algunos,  del  capitalismo de Estado,  anómala en todo caso,  porque la iniciativa no la lleva él sino ellas. Su poder en la sombra en inmenso, tan impresionante que, tras la caída de la Unión Soviética, no tardaron un instante en sacarse de la manga nuevos enemigos, poniéndonos ante un horizonte de guerras interminables, única manera de justificar su galopada, completamente nihilista desde la óptica de cualquier humanismo que se precie.

       En ese mundo opaco no rigen las leyes del mercado  (pequeño detalle que suelen ocultarnos los rapsodas del neoliberalismo).  Tampoco las de la democracia.  El secreto es la norma, como conviene a los asuntos militares y de inteligencia. La ola de privatizaciones en el plano militar de los últimos tiempos es una ampliación natural del Sistema Pentágono en esta era neoliberal.  Nada más sencillo que hacer negocios fabulosos a costa del erario público, para gran satisfacción de CEOS e inversores. Basta con invocar la seguridad nacional ante enemigos conocidos o potenciales para conseguir  una  muy generosa financiación, y claro que es de lo más lucrativo descargar a los ejércitos de comedores,  sastrerías,  lavanderías, limpieza y saneamiento, como lo es crear divisiones paramilitares o mercenarias y servicios de seguridad.  

Una advertencia desoída  

       Con motivo de su discurso de despedida el presidente Eisenhower dio la voz de alarma a principios de los años sesenta: el complejo militar-industrialnorteamericano tenía vida propia, anunció, y no tardaría en pervertir de raíz la democracia. Por primera vez los norteamericanos y el mundo tuvieron noticia de la existencia de ese Monstruo. Conste que Eisenhower no era una paloma. Era un halcón, pero no ocultaba su alarma, un dato muy significativo en sí mismo. Todavía pensaba en términos de pueblo, de intereses nacionales,y a pesar de su responsabilidad en la creación del Monstruo,  no podía callarse.  Pero nada serio se hizo al respecto.  Con la expresión “sistema Pentágono” se encubre ese monstruo tentacular,  ya incontrolable.

       El Monstruo debe ser redefinido como complejo científico-militar-industrial, como indicó André Gsponer, y yo le añado la palabra “capitalista”, dada su participación en la economía de casino que rige nuestros destinos.  Si importante es la vertiente científica del complejo, no cabe desvincularlo del entramado económico global y corporatocrático.

     Es inevitable recordar a Charles Wright Mills. A finales de los años cincuenta del siglo pasado este sociólogo puso de relieve que el capitalismo norteamericano es inseparable de lo militar.Empresarios, financieros, militares y políticos forman, señalaba Mills, una élite endogámica, pues se casan entre sí.  La consistencia mafiosa alcanzada por dicha élite con el paso de los años es la que cabía esperar de su natural desarrollo.  En definitiva, la realidad que nos aflige no se puede entender si se prescinde del  Complejo  y  de los elementos humanos que lo regentan y le sirven.  Pero como da miedo, se habla de él lo menos posible.

      No está al alcance de todos denunciarlo abiertamente, como hizo el anciano Eisenhower. Ya Kennedy optó por una terminología poco clara, hablando de “fuerzas oscuras”.  Johnson y de Nixon se guardaron de mencionarlo en público. Como ha revelado David Talbot,  le tenían miedo y guardaban para sus conversaciones privadas el tremendo desasosiego que les producía.A pesar de su enormidad, el Complejo se las ha arreglado para permanecer en una zona oscura a los radares del interés colectivo, hasta el punto de que ya no pinta nada en los análisis políticos convencionales. Los señores economistas pueden escribir páginas y más páginas críticas sobre la dirección de las políticas económicas, denunciando su insensatez, pero mientras no atiendan a las cuestiones de poder subyacentes y a la gravitación de este Complejo, nunca darán en el clavo.

 Belicismo galopante     

   Siempre me recorre un sentimiento de lástima al recordar a los jóvenes que en su día disfrutaron de los encantos de la Belle Époque, a principios del siglo XX¡Qué sorpresa se llevaron al verse precipitados de súbito en los horrores de la I Guerra Mundial! No se habían percatado de que esa guerra se había estado preparando en la trastienda de los Estados europeos, y no habían sabido interpretar el ominoso sentido de los ensayos realizados en los espacios coloniales sometidos a depredación, donde el valor del ser humano ya había caído a cero, lo mismo que ocurriría en los barrizales del Somme.

      Entrevisto el Monstruo, se me antoja que nosotros corremos el riesgo de vernos sorprendidos de igual modo  por no prestar la debida atención al militarismo  de nuestro tiempo, por confiar en el ingenuo supuesto  que un régimen democrático de corte liberal no puede ser militarista, ni por lo tanto belicista. 

     Craso error, como acredita la existencia del mencionado Complejo, cuya gravitación  deja ver en las iniciativas bélicas de la potencia hegemónica y en la dirección de sus afanes geopolíticos. También la  economía mundial se ve seriamente afectada por su existencia y su progresión,  aunque solo sea porque los aliados de EE UU se ven  forzados a comprar el  costoso armamento que sale de sus fábricas. Sus adversarios, sintiéndose amenazados,  deben esforzarse para no  perder el tren. La humanidad se ve encerrada en un círculo vicioso, hipotecada por un tremendo gasto militar, francamente escandaloso en estos tiempos de austeridad y penuria generalizadas. 

       ¿Hay alguna esperanza de que las grandes empresas del Complejo regresen a la vida civil?  Ya ninguna, ciertamente: dominan a  placer los resortes gubernamentales,  pagan las campañas presidenciales,  copan los puestos clave dentro del aparato del Estado;  ya ninguna, porque el 1% que se beneficia de la rapiña generalizada en perjuicio de los pueblos no puede prescindir del Complejo, su guardia pretoriana y una fuente inagotable de beneficios.

      Los Estados Unidos  gastan en defensa más que nadie, cerca de un billón de dólares anuales.  Y se considera normal.No es extraño, por lo tanto, que semetieran,  engañando al mundo entero, en una guerra como la de Irak , una guerra que, a diferencia de la de Vietnam, se libró a crédito  (echando mano de los prestamistas chinos). La dinámica del belicismo a la Clausewitz tiene sus propias prioridades, que no suelen coincidir con los intereses de la gente común.

    Los tres billones de dólares que ha costadola segunda guerra de Irak (según los cálculos  de Joseph  Stiglitz, ya anticuados)  han sido como el maná  para el Complejo y una pesada carga para el  honrado contribuyente, obligado devolverlos a plazos con su trabajo o con sus privaciones. 

     A Estados Unidos le habría salido mucho más barato comprar el petróleo iraquí a precios de mercado. La guerra solo ha sido un negocio redondo para el Complejo y sus asociados de Wall Street.  Lo que tiene consecuencias graves, no solo económicas.  Porque las tiene políticas, como las tuvo el hecho de que los famosos “dividendos de la paz”, al término de la Guerra Fría, no fueran para el pueblo norteamericano sino para el mejor engorde y actualización del  Complejo, sobre el  que se asientan las pretensiones imperiales de la potencia hegemónica. Hay dinero por invadir Afganistán e Irak, lo hay para la llamada Guerra de las Galaxias, pero no lo hay para mejorar las escuelas y los hospitales públicos.  Es una vieja historia.  Se prefieren los cañones a la mantequilla, se agota la legitimidad y, tarde o temprano,  se producirá una catástrofe.

        En los últimos treinta años, la clase media norteamericana, una creación deliberada de los estrategas que labraron la victoria sobre el III Reich,  ha sido sacrificada en el altar del neoliberalismo económico,  en tanto que el Complejo no ha hecho más que crecer. No es sorprendente, en consecuencia, que algunos observadores vean a los Estados Unidos en situación  imitar a los imperios que, como el español o el otomano, sucumbieron bajo el peso de su militarismo.  Los portavoces del Complejo nos dirán que este sirve a la seguridad del país,  pero eso está por demostrar. En estos momentos todo indica que se sirve a sí mismo,  como en su día denunció el presidente Eisenhower.  Y esto quiere decir que a la hora del final apocalíptico o del colapso ecológico, le cabrá el honor de ser el último superviviente organizado de esta civilización sin futuro.

La gran máquina de matar

         Ahora bien, a las consecuencias  económicas y políticas que comporta la existencia y el irrestricto desarrollo del Complejo se añaden otras, muy descuidadas por los observadores, todas ellas  de gran interés desde  la perspectiva de un observador humanista.

     En primer lugar,  hay que tener en cuenta  los devastadores efectos del Complejo sobre la salud del  planeta.  Este  Monstruo contamina en todos los sentidos, y no se ve cómo podría volverse “sostenible”.  Tiene hambre de petróleo,  ama lo nuclear  y no lleva trazas de considerar la posibilidad de regresar a los combates a espada o a pedradas.Las regresiones no figuran en su ADN,  siendo de todos conocida su pulsión a correr riesgos  y a anteponer la  voluntad de ganar  y su desprecio por las consideraciones humanitarias y ecológicas más elementales. 

       Para enfrentarse a los retos que nos plantea  el cambio climático,  la humanidad necesita movilizar todo su talento.  Pero he aquí que –en  segundo lugar– precisamente el Complejo se erige en un obstáculo: uno de cada dos científicos norteamericanos trabaja para el Complejo, por ejemplo diseñando aviones invisibles, bombas atómicas en miniatura, minas antipersona de colores  para atraer a los niños, pero también en campos tan aparentemente  ajenos al combate propiamente dicho, desde la psicología a la geoingeniería. En la actualidad hasta las cucarachas son objeto de interés militar.

       Si en tiempos remotos el saber se encontraba encerrado en los conventos, no parece lejano el día en que se vea encerrado en el circuito  cerrado que se encuentra bajo el control del Complejo, en las universidades y laboratorios que le sirven.  De momento, ya se puede afirmar que, en gran medida, la inventiva humana se encuentra en sus manos, secuestrada y esclavizada.  

      De vez en cuando, algo nos cae de la creatividad del Complejo. El horno microondas, por ejemplo, también Internet y los teléfonos móviles, tres inventos de gran repercusión sobre nuestra vida cotidiana.  De estos últimos, si bien fue importante la contribución de algunos inventores solitarios,  lo que de verdad los impuso  fue el poder del Complejo. No es sorprendente, por lo tanto, que, junto a sus aplicaciones pacíficas, discurran sus aplicaciones bélicas y las encaminadas al control de  la información y de las personas, según la dinámica de los intereses que le son propios.

      En tercer lugar,  por su influencia en los medios comunicación,  ya plenamente incorporados a su rutina,  el Complejo sirve al mantenimiento de una mentalidadincompatible con la  que se requiere para salvar a la humanidad de una catástrofe, sea bélica o natural. Los think thanks neoconservadores y neoliberales reciben grandes cantidades de dinero para que troquelen las mentes en el sentido que más le conviene. El Complejo nos tiene sometidos al arcaico  lema de que la paz debe ser aprovechada para preparar la guerra, nos encadena al principio de que la guerra es una continuación de la política “por otros medios”,  como decía Clausewitz,  sin dejarnos ver más allá de nuestras narices. Que la guerra es  el final de la política y no su continuación no es precisamente una verdad de su gusto.

      En cuarto lugar, el Complejo  y sus brazos armados configuran a su entera satisfacción la manera de serde millones de norteamericanos. En la actualidad, según los cálculos de George Friedman, veintitrés millones de personas sirven al Ejército norteamericano,  lo que eleva, si contamos a  padres,  parejas, hijos y familiares, a noventa millones  el número de personas que tienen “un vínculo personal con las fuerzas armadas”. A ellas hay que sumar a  miles de personas a sueldo del Complejo, no necesariamente conscientes de la duplicidad de su trabajo. Sería  pueril suponer que no cabe esperar de ello ninguna consecuencia negativa.  Si incontables norteamericanos ven hoy el futuro con preocupación,  las personas vinculadas a las fuerzas armadas y al Complejo pueden sentirse confortadas con la creencia de formar parte de un proyecto y de estar a salvo de la crisis del sueño americano.

      En quinto lugar, hay que tener en cuenta que el Complejo y sus ramificaciones troquelan la mentalidad de sus empleados en un sentido preciso,  como seres humanos “intermedios”,  desvinculados de las consecuencias de sus actos, con la correspondiente dejación de las responsabilidades morales. Flota en el aire la obediencia debida,  tanto más eficaz como disculpa moral cuanto más difícil es representarse la totalidad de la acción en la que el sujeto se ve involucrado como especialista.  Lo que empuja por el camino de la deshumanización, como sabemos por la mentalidad, de similar hechura, de quienes sirvieron a las maquinarias soviéticas o nazis.

     Y por último, en sexto lugar,  el Complejo,  por el mero hecho de existir,  reduce el temor de quienes detentan el poder político, empresarial y financiero a incurrir en el ejercicio de actividades alevosamente contrarias al bien común, contrarias a la justicia. La clase dominante siempre hubo de contar, desde la época de los primeros reyezuelos, hasta hoy mismo,  con la evidencia de que no se puede gobernar contra los pueblos. El poderío del  Complejo invita a creer que sí, que eso es juego de niños. 

     El 1% que se beneficia del capitalismo salvaje se sabe protegido contra cualquier contingencia, lo que explica su ceguera política. Inmoralidad mediante, cree que no tiene nada que temer de las masas oprimidas. El Complejo no solo es un peligro para la democracia, como veía Eisenhower. Porque es una herramienta totalitaria como no hubo otra igual.  En definitiva, pues, lo que nació al calor de la Segunda Guerra Mundial, lo que se afianzó durante la Guerra Fría frente a un oponente preciso, se ha convertido ya en un protagonista desbocado de la historia, ya  de alcance global, quizá en la matriz del Gran Hermano que vio venir George Orwell. 

Una mirada al porvenir    

     Lo dicho hasta aquí se presta a consideraciones muy pesimistas.  El Complejo es un tremendo obstáculo en el camino de la humanidad. 

      Bien mirado, dado que es invulnerable a los ataque exteriores, la única esperanza que nos queda se halla en manos de sus propios trabajadores y  regentes y en  manos también de sus asociados militares.  Lo que como un todo orgánico no se puede detener por sí mismo,  podría ser embridado y reconducido desde dentro.  Todo depende de que las personas que le sirven,  muchas de las cuales están hechas al estudio de las realidades históricas y sociales. Pueden actuar por obligación pero no engañadas. Quizá sepan reaccionar humanamente contra los designios inhumanos del Monstruo al que sirven.  

       Por mi parte, no considero creíble que dentro de un conjunto humano tan amplio, nutrido de personas muy bien preparadas (mejor preparadas, por término medio, que los integrantes de la clase política), falten los elementos lúcidos y sensibles, escandalizados ante el curso de los acontecimientos, ante la brutal contradicción existente entre los intereses del Complejo y de la élite a la que sirve y los intereses del país  y de la humanidad.     Y por supuesto, dados los usos neoliberales que también a él lo dominan, considero  muy probable que, en su omnipotencia, el Complejo esté abusando de sus empleados, lo que bien podría abrirles los ojos a muchos de ellos.  No creo que los soldados veteranos sean las únicas víctimas de la filosofía dominante, los  únicos que se sienten usados y abandonados. Seguro, además, que andan por ahí los científicos y los generales que, sabiendo con qué bueyes se está arando, sueñen con un mundo mejor. En definitiva, creo que este gravísimo problema, como todos los problemas tremendos que nos amenazan, solo puede tener una solución legítima y sensata si se apela a un sistema de creencias más amplio,  más allá o por encima de las especialidades, como el que nos propone el  humanismo, cristiano o no cristiano. O se produce un vuelco generalizado hacia el humanismo, o sobreviene una cuarta revolución humanista, o estamos perdidos. –MANUEL PENELLA HELLER