Hace quinientos años fraguó el término “humanista” en referencia a las personas versadas en “humanidades”, en las letras de la Antigüedad grecolatina.

Esa acepción, que todavía se conserva en ambientes cultos, acabó eclipsada por la que hoy pugna por prevalecer, acepción según la cual humanista es aquel que antepone el valor del ser humano a cualquier otro valor, empezando por el de sus propias creaciones.

De algún modo, esta segunda acepción se encontraba escondida en la primera, pues como resultado de la lectura de los clásicos griegos y latinos, al resquebrajarse como consecuencia la autoridad de la Biblia, el ser humano pudo reclamar la atención  y el protagonismo que se le debía, e incluso aspirar a desarrollar al máximo su potencial, extremo imposible a la sombra de la ortodoxia religiosa.

En la actualidad, como aspiración a un mundo “más humano”, el humanismo tiene la ventaja de unir a millones de personas de los orígenes más diversos, de distintas confesiones y de todas las clases sociales.

Hay quien ve en el humanismo un sentimiento cristiano, inspirado en el evangélico amor al prójimo, sin buscarle otras connotaciones y es posible ser humanista  sobre esa base tradicional, de manera casi instintiva, caso en el cual la actitud humanitaria suele prevalecer sobre la voluntad de autosuperación.

Hay millones  de humanistas, etiquetados o no, no solo cristianos. Los hay musulmanes, budistas, agnósticos o directamente ateos.  Y esa convergencia alienta la esperanza de hacer efectivo un entendimiento fructífero, de algún  efecto, quizá incluso revolucionario,  contra la barbarie contemporánea.

Pero hay que contar con un par de desventajas. Resulta que las innumerables personas de buen corazón que alientan sentimientos humanitarios, de por sí estupendas, han conferido  al movimiento cierto carácter que ha llevado a sus detractores a despacharlo como cosa de buenistas, de simples cretinos. Se trata de una desventaja que se puede soportar con un poco de paciencia. La otra es peor: resulta que cualquiera puede reputarse de humanista, incluso el peor de los criminales.

Molesta comprobar que el doctor Rodríguez Delgado, que se ha pasado la vida buscando la manera de controlar a distancia a toros y personas, se declara humanista con la mayor naturalidad, sin que nadie le afee su proceder. Es un ejemplo  entre mil. En rigor, hemos llegado a un punto en el que parece que todos somos humanistas.

Los primates que van por el mundo con las manos manchadas de sangre ni por descuido se declaren “antihumanistas”. Hasta les oiremos hablar de “bombardeos humanitarios”… La palabra humanista está tan manoseada que hasta se puede confundir con la tradicional piel de oveja que, según dicen, llegó a ser de uso común entre los lobos más listos.

Analistas de mucho peso aprovecharán para recordarnos que, después de todo, como simple ideología, el humanismo no pasa de ser una mascarada burguesa, una emanación de la estructura de poder subyacente, una trampa para incautos, como la religión.

No es extraño que Erich Fromm, tratando de desmarcarse a la vez del humanismo blandengue y del tramposo, reclamase de nosotros un “humanismo serio”. Como no es raro que Ivan Illichnos invitase a sumarnos a un “humanismo radical”, expresión que ha hecho fortuna y que yo mismo utilizo con frecuencia.

Aunque haya por ahí algunos grupos humanistas agnósticos e incluso ateos, quienes tienen en el oído los postulados de Illich y de Fromm, suelen dar por sentado que tanto el humanismo radical como el serio  y el superficial son necesaria y exclusivamente cristianos.  Y no les falta razón.  Es  innegable que debemos  al cristianismo buena  parte del trasfondo humanista de nuestra civilización.  Pero nada se gana con simplificar, y menos todavía con dejar al humanismo atado a la nostalgia. Hay otros humanismos diferentes, y además sería empobrecedor olvidar lo que el humanismo debe a la tradición grecolatina.

Hay quien piensa que traer a colación las  las diferencias entre el humanismo cristiano y el que no lo es  no pasa de ser una pérdida de tiempo, ganas de fastidiar nada más. Según este punto de vista,  lo verdaderamente decisivo es que todas las variantes del humanismo rechazan de forma unánime la barbarie contemporánea.  Esto es lo principal, no lo niego, pero las diferencias no son un tema menor.

El humanismo cristiano no puede aspirar, por su dependencia de la fe y por los límites que esta le impone, a liberar al ser humano de toda atadura innecesaria. Uno puede entender a Fromm, al verle aterrado ante la crisis de valores que padecemos, sin por eso sentir la necesidad de tomar en consideración  su empeño de hacernos regresar a las estrictas coordenadas judeocristianas. ¿Dónde han ido a parar la fe y el temor de Dios que daban vida a la rigurosa tradición añorada por Fromm? ¿Podemos olvidar que las cosas nos han ido demasiado mal desde el punto y hora en que nos empeñamos en seguir adelante como si creyéramos…?

Entre los humanistas cristianos figuran importantes pensadores, de cuya ausencia esta corriente no ha podido recuperarse, que yo sepa. Ya he mencionado a Fromm y a Illich, pero es de rigor traer a la memoria a los pesos pesados, a los existencialistas Karl JaspersGabriel Marcel, a Emmanuel Mounier, padre del personalismo, y Jacques Maritain, autor de Humanismo integral (1935), un libro muy influyente en los dominios del catolicismo.

La lista de humanistas ateos y famosos es más corta. En ella encontramos a  Bertrad Russell, a  Albert Camus, a quien todos sus detractores tanto de izquierdas como de derechas han tildado, injustamente, de ingenuo incurable, y  a Jean-Paul Sartre, el autor de El ser y la nada, cuya toma de posición a favor del humanismo nos ofrece un atisbo de lo que está en juego.

Sartre se vio agraciado por un lector finísimo, Francis Jeanson, que después de mucho recorrer su obra, puso el dedo en la llaga: no fue capaz de encontrar en ella el menor asomo de una directriz moral (aparte, claro es, de la invitación a vivir una vida auténtica, un dictado del mero hecho de existir humanamente y no “como un cerdo”). Sartre no tardó en responder, con un librito que conserva pleno interés: El existencialismo es un humanismo.

Así pues, como otros pensadores anteriores y posteriores, Sartre puso su filosofía al servicio del ser humano, encontrando una salida de emergencia, dejándola blindada contra cualquier tentación inmoralista, tentación en la que han caído no pocos espíritus lúcidos desde Maquiavelo en adelante, incluidos los probos seguidores del dúplice  John Locke y los  discípulos más  influyentes de Karl Marx.

Ni falta hace decir que el concepto sartreano de humanismo no se puede reducir a un mero “pórtate bien” de fácil acomodo a la tradición judeocristiana. Pero es importante destacar que al dejar establecido el humanismo como límite a la libertad, y esto aparentemente porque sí, como quien se saca un comodín de la manga, Sartre puso al descubierto el problema moral de la filosofía moderna,  a saber, el de la fundamentación de la moral. A diferencia de nuestros profesores de ética, no se enredó en este problemón insoluble. Simplemente, lo zanjó,  se lo echó a la espalda, con ese giro humanista, sin preocuparse por la eventualidad de que lo tomaran por un ingenuo. Y claro que para asumir esta molestia  hay que tener cojones u ovarios. Porque lo que se lleva entre individuos  resabiados es regodearse en la miseria humana y en la imposibilidad de moralizar seriamente.

Y no deja de ser de máximo interés para nosotros que tal conversión al humanismo no  protegiese a Sartre contra la posterior tentación de hacer gala de cierto estalinismo primero y de cierto maoísmo después, como sin ver la tremenda contradicción en que se metía, extrañamente insensible a las noticias que llegaban de Moscú y de Pekín (quizá por ser más alérgico  al antihumanismo de Wall Street  y considerarlo peor).

En cualquier caso, la peripecia de Sartre  nos debe poner en guardia ante la creencia de que una simple conversión al humanismo pueda bastar para salir del paso, para dar a nuestro hacer en el mundo una orientación coherente y decididamente opuesta a los modos antihumanos.

Por sí misma, la palabra humanista no salva. Además, hay varios humanismos en liza, uno espontáneo, de tipo tradicional, otro deliberadamente cristiano, asimismo tradicional, y otro ateo, de nuevo cuño.  Como es obvio, queda mucho trabajo por hacer.  Los humanismos tradicionales, con su fondo de ingenuidad, funcionan aceptablemente sin necesidad de razones. El ateo, en cambio, las necesita con urgencia.–MANUEL PENELLA HELLER