Somos seres extraordinariamente emotivos que hemos contraído la mala costumbre de jactarnos de nuestra racionalidad a costa de nuestra dimensión emocional. Pero quizá no esté lejos el día en que nos mostremos tan orgullosos de esta como de aquella: libres de emociones, no seríamos humanos, ni tampoco –hoy lo sabemos– inteligentes.
Si se quiere salir airoso de un test de inteligencia y obtener una puntuación alta es imprescindible ser un dechado de perfección lógica. Inteligencia y capacidad lógico-matemática vendrían a ser lo mismo. Pero nos vemos obligados a hilar más fino. La inteligencia es, como mínimo, un conglomerado de siete aptitudes distintas; al menos, tal es la conclusión del profesor Howard Gardner. Según este psicólogo de la Universidad de Harvard, en la inteligencia de una persona concurren, en grado diverso, las siguientes aptitudes: la verbal, la lógico-matemática, la que permite orientarse en el espacio, la musical, la capacidad de comprenderse a uno mismo, la capacidad de comprender al prójimo y, por último, la habilidad para realizar movimientos corporales complejos, típica de futbolistas como Messi.
La capacidad de comprenderse a uno mismo y la capacidad de comprender al prójimo reclaman por fin sus derechos entre los rasgos que nos hacen inteligentes y, salta a la vista, nadie podría ejercitarlas si fuese ciego en el complejo dominio de lo emocional. Sin embargo, Gardner soslayó ese dominio, seguramente por su sometimiento al paradigma informático, característico de máquinas más frías que los reptiles. Peter Salovey, otro psicólogo de Harvard, ha tratado de completar su teoría y para ello ha ido en pos de los rasgos propios de lo que, según Daniel Goleman, ha merecido el revolucionario nombre de inteligencia emocional, ya incorporado a la sensibilidad común. La capacidad de reconocer una emoción en el instante en que sobreviene y controlarla sobre la marcha, la capacidad para motivarse a uno mismo, he aquí tres rasgos característicos de este tipo de inteligencia, que se completan con la empatía o capacidad de reconocer las emociones ajenas. Sin esa capacidad, no podríamos relacionarnos con el prójimo.
Así pues, asistimos a una prometedora revalorización de lo emocional. Sin embargo, se imponen algunas precauciones, pues abundan las personas confunden la inteligencia emocional con la interesada manipulación de lo que sienten y de lo que siente el prójimo. Hasta se ha llegado a insinuar que nuestro cerebro no está del todo bien hecho y que las emociones procedentes de los estratos más primitivos no nos dejan comportarnos razonablemente. Como siempre, se teme la ingobernabilidad de los impulsos del corazón.
En todo caso, antes de poner nuestro fabuloso cerebro bajo la extravagante sospecha de que no sabe conciliar lo racional y lo emocional, antes de hacer esfuerzos técnicamente encaminados al control de las emociones, debemos meditar sobre si se concede a la vida emocional de las personas la posibilidad de madurar en las mejores condiciones, con naturalidad, y esto cuando ya sabemos que la maduración cerebral no se completa hasta los veintitrés años.
Aquí me interesa destacar que el amor es uno de los alimentos del cerebro y que la inteligencia humana, en busca de su plenitud, demanda el máximo, no sólo en el plano emocional, sino en todos los aspectos que Gardner ha tratado de aislar. El desamor no sólo nos amarga; también nos atonta –como la falta de buenos alimentos–, nos entorpece y nos impide madurar desde el punto de vista emocional. Y no es esta una declaración poética, sino una conclusión científica, como tendremos oportunidad de ver.
LOS AÑOS DECISIVOS
Los primeros tres años de vida son cruciales. Es más, según los indicios disponibles, el sustrato emocional del ser humano empieza a tejerse en el claustro materno. Si la embarazada se encuentra en un estado angustia permanente es muy probable que su futuro hijo sea un niño nervioso e irritable que quizá vea hipotecada su estabilidad emocional de por vida. Hoy sabemos que los complejos mecanismos neurohormonales no son ajenos a este interesante fenómeno que tanto llamó la atención del doctor Lester Sontag hace casi cincuenta años.
El profesor Tomatis considera demostrado que si la voz de la madre transmite sentimientos penosos, angustiosos o de repugnancia, el feto termina por defenderse, hasta el punto de que su oído puede volverse sordo como una tapia ante determinadas frecuencias. Según este investigador, podemos estar seguros de que Mozart llegó a ser el gran Mozart gracias a que disfrutó de un útero maravilloso, sólo posible gracias a la contagiosa y estimulante felicidad de sus padres.
Los niños criados sin afecto suelen ser criaturas enfermizas y nerviosas, expuestas a una muerte prematura. Entre los supervivientes del desamor el coeficiente de desarrollo suele quedar reducido a la mitad de lo normal. Estamos ante un drama afectivo que en modo alguno se puede compensar con una higiene satisfactoria y una dieta equilibrada, como demostró René Spitz.
El desamor repercute muy negativamente en el desarrollo físico, cuya plenitud se debe considerar el mejor soporte de una inteligencia efectiva. Recordemos el triste caso de una niña de nueve años que creció confinada en un armario: parecía una criatura de sólo tres años… Y no nos engañemos: el cerebro mismo sufre las consecuencias del desamor: Un reciente estudio llevado a cabo por científicos del Baylor College of Medicine revela que los niños criados sin la debida ternura tienen cerebros un treinta por ciento más pequeños de lo que corresponde a su edad. El daño emocional e intelectual puede ser irreversible.
UN DESCUBRIMIENTO DE DARWIN
Observando a su hijo de seis meses de edad, Charles Darwin llegó a la conclusión de que el ser humano posee una capacidad innata para identificar las emociones expresadas a través de los gestos de la cara y que son capaces de responder a ellas de manera apropiada. Todo se encamina –así lo ha dispuesto la naturaleza, al cabo miles de años de evolución– hacia el establecimiento de un fuerte vínculo emocional entre el bebé y su madre, indispensable cimiento de todas las variantes de la inteligencia, incluida la emocional.
En “La expresión de las emociones en los animales y en el hombre”, Darwin escribe: La niñera simuló que lloraba, y pude observar cómo la cara de mi hijo adoptada en el acto una expresión melancólica; las comisuras de los labios descendieron. Este niño no podía haber visto llorar a otro niño, y desde luego no había visto llorar a una persona mayor, y supongo que a tan corta edad no podía estar en condiciones de razonar sobre la cuestión. En consecuencia, creo que un sentimiento innato debió decirle que el llanto fingido de la niñera expresaba aflicción; y esto, por medio de un instinto de empatía , produjo dolor en él.
El interesantísimo descubrimiento de Darwin ha sido confirmado por varios investigadores. En la década de los ochenta, las doctoras Haviland y Lelwica demostraron que las respuestas emocionales adecuadas se pueden detectar en bebés de sólo diez semanas de vida.
Si la voz y la expresión de la madre son alegres, el bebé se pone contento. Ahora bien, un bebé no se limita a imitar… Si una madre aparenta estar triste, el bebé se pone a succionar, en busca de consuelo; si ella se enfada, puede que él llegue a enfadarse también, imitándola, pero lo más probable es que se quede quieto, que deje de jugar o de gorjear.
Lo dicho pone de manifiesto la importancia suprema del vínculo afectivo con la madre y de la comunicación que implica. Se puede afirmar que la vida emocional del ser en formación será tanto más refinada cuanto más plena sea su relación con la madre, con el padre y con los adultos en general.
El desarrollo de la vida emocional no es independiente de la maduración del cerebro y los niños suelen hacer grandes progresos entre los ocho y los dieciocho meses de edad… si no están aislados. Es entonces cuando la zona más primitiva de cerebro entra en relación –el enriquecimiento es mutuo– con el neocórtex, la zona más avanzada. El sutil mecanismo emocional empieza a ajustarse, estímulo tras estímulo, en el diálogo con el prójimo. Y lo que no se logre con naturalidad durante estos primeros años de vida será una meta prácticamente inalcanzable en el futuro.
NIÑOS MALTRATADOS
Célebre ha sido el caso de las gemelas adoptadas por el matrimonio Dennis allá por los años treinta. El señor y la señora Dennis intentaron criarlas sin amor, fría y maquinalmente. Las gemelas no dejaron de protestar, de llorar y de agitar los bracitos en el aire, hasta que, por fin, un buen día, lograron ablandar a esos criminales. Para entonces, eran ya niñas muy retrasadasdesde todo punto de vista, pero quede claro que supieron buscar desesperadamente lo que más necesitaban, a saber, un trato humano.
¿Qué ocurre si un niño se ve separado de su madre entre los quince y los treinta meses de edad? El cuadro se ha repetido muchas veces en los orfanatos y ha sido cuidadosamente estudiado por el doctor Bowlby: el niño protesta con todas sus fuerzas, rechaza a cualquier persona de buena voluntad que ose consolarle. Luego, al cabo de una semana más o menos, se sume en la fase siguiente. Cesan las vivísimas protestas. Encerrado en sí mismo, el niño llora quedamente. Está desesperado.
El verdadero desprendimiento de la madre viene después, en la fase siguiente, y tiene consecuencias pavorosas. El niño deja de rechazar a las personas desconocidas que le cuidan, se interesa un poco por el mundo exterior. Si por casualidad recibe la visita de su madre, lo más probable es que no le haga ningún caso. Al final tendremos una criatura aparentemente adaptada a la rutina del orfanato, aparentemente sociable… Pero no nos engañemos. En realidad, estaremos en presencia de un niño incapaz de relacionarse con el prójimo, egoísta y sólo interesado en los bienes materiales. En estas condiciones su maduración emocional será prácticamente imposible; varios registros afectivos se habrán perdido, acaso para siempre.
Es evidente que los niños se resisten a ser tratados como cosas. Exigen grandes dosis de amor. Si el buen humor de la madre es el mejor estímulo que se conoce para el desarrollo psicomotor de un niño, su malhumor crónico puede ser un obstáculo lamentable. Si ella es depositaria de una saludable inteligencia emocional, el primer beneficiario será su hijo. Si ella carece de dicha inteligencia, los problemas irán en aumento no sólo en la dimensión afectiva sino también en el plano intelectual.
El fracaso escolar hunde sus temibles raíces en la miseria afectiva de la gente menuda. Lo mismo cabe decir de las manifestaciones de loca violencia que tanto nos impresionan en la actualidad. Y conste que no podemos ignorar lo ya sabido y mil veces verificado: los adultos, los adolescentes y los niños que las protagonizan no vivieron hechos demasiado edificantes en sus hogares. El hombre violento de hoy es el niño maltratado de ayer. Ya nos advirtió Spitz: los niños que crecen sin amor serán adultos llenos de odio.
LOS BUENOS SENTIMIENTOS
Son muy resistentes y no es casual que ciertos hombres de armas se dediquen en sus horas libres a criar perros con el propósito de encariñarse con ellos primero y de comérselos vivos después. Por lo visto –tomemos nota– , es preciso recurrir a tan siniestro entrenamiento si se quiere lograr que un hombre se vea libre de los frenos que los buenos sentimientos imponen al común de los mortales. Porque hay algo claro: si el ser humano fuera un simple animal feroz hace largo tiempo que nos habríamos aniquilado sin que nadie hubiese tenido la menor oportunidad de oír la Novena Sinfonía.
En realidad, el amor al prójimo, en sus más diversas expresiones, es tan antiguo como la humanidad, como no puede extrañar en seres inteligentes. De hecho, el doctor Wolf ha demostrado recientemente que un niño de sólo catorce meses ya puede ser capaz de consolar a un adulto…
Si deseamos descubrir los orígenes de la conciencia moral, los encontraremos arraigados en la vida emocional de criaturas de sólo tres años de edad. Si la crianza ha tenido lugar en buenas condiciones, en un clima de amorosa comunicación, todos los niños llegan a esta temprana edad a la misma conclusión, al mismo principio supremo: todas las acciones que dañan o afligen al prójimo son malas, el principio moral número uno tanto en nuestra cultura como en otras. Claro que, una y otra vez, los niños se saltan a la torera este principio, pero nadie puede discutir que este fundamento de la conciencia moral es inmejorable, natural o –mejor dicho– casi natural, por depender de entorno.
La impresionante maleabilidad del ser humano tiene, por fortuna, un límite: El desamor destruye a la persona en formación, merma su desarrollo físico, convierte su vida emocional en un infierno, daña su cerebro y merma su inteligencia.
En la era de la información, cuando los músculos valen menos que nunca, cuando la creatividad individual empieza a convertirse en un requisito para la propia supervivencia, hasta las fuerzas menos amables que empujan la historia pueden verse en la necesidad de reconocer que los niños del mundo merecen un trato auténticamente humano. Al menos, ya sabemos lo que está en juego y la causa que merece nuestros esfuerzos más apasionados.
CODA: EL CASO EINSTEIN
Vale la pena recordar que Albert Einstein, autor de la teoría de la relatividad y, según se dice, uno de los hombres más inteligentes de todos los tiempos, fue un escolar lamentable. Sus maestros llegaron a la conclusión de que el muchacho era un débil mental y trataron, en vano, de alarmar a los padres de ese genio que todavía no se había dejado ver. ¿Y qué respondieron esos padres ante la avalancha de críticas y observaciones negativas sobre su hijo? “¡Qué importa, si él es bueno! ¿Qué mas podemos pedir?” Él era bueno, como ellos, y lo cierto es que el caso ilustra a la perfección hasta qué punto la bondad puede elevar la inteligencia por encima de lo normal mucho más eficazmente que las exigencias, los premios y los castigos.–MANUEL PENELLA HELLER