Vaya por delante que desde la óptica humanista la energía atómica es aborrecible. Para llegar a esta conclusión inapelable solo es preciso tener en cuenta los daños que su producción acarrea a la salud de las personas y del planeta. Con los datos disponibles, ni siquiera habrían hecho falta los desastres de Chernobil y Fukushima para rechazar de plano esta industria, letalmente contaminante en sí misma.

Al condenar la energía nuclear el humanista no se deja llevar, como se podría creer, por un arranque de tecnofobia. Él no condena la técnica en general, condena esta. Por lo tanto, es inútil tratar de ganarlo para la causa ofreciéndole seguridades que no hay poder humano que pueda ofrecer.

El espejismo de la seguridad

La energía atómica se presenta como un recurso puntero desde el punto de vista científico y técnico: es lo que siempre se ha hecho. Por eso da completamente igual que El Baradei, máximo experto en la materia, nos recuerde que, en este campo, la seguridad nunca puede ser absoluta.

Como da igual que la Academia de Ciencias norteamericana haya dejado constancia de que cualquier exposición a la radiactividad es mala para la salud, por insignificante que sea. Se seguirá poniendo por las nubes la seguridad y tildando de inocua cualquier exposición por debajo de ciertos niveles. Tales son las reglas del juego.

Poco antes de que se produjera la catástrofe de Chernobil (1986), un experto ruso declaró solemnemente que trabajar en esta central era tan seguro como conducir un automóvil. ¡Como si no supiera de qué estaba hablando!

Como el “público” no comprende nada, como es ignorante y desconfiado, debe ser protegido contra sus propias reacciones histéricas. De allí la propensión a convertir los accidentes en incidentes. Y no sólo en los dominios del comunismo fenecido, como algunos creen candorosamente.

Con motivo del accidente de Three Mile Island (1979) se hizo todo lo posible para trasmitir la idea de que no había pasado nada grave. Lo cierto es que toda la zona se vio gravemente afectada por la radiación.

He aquí el conmovedor testimonio de Charles Conley, un granjero: “Encontré varios petirrojos y estorninos tirados sobre el heno de mi pajar. Se habían guarecido allí y murieron. En la granja de mi hermano había petirrojos muertos en un cesto de melocotones. [La radiactividad] mató a nuestros faisanes, mató también a las codornices (…). No vi una culebra en toda la granja. Mató a los sapos.”

   El “gran público” no tuvo ocasión de escuchar este tipo de testimonios; eso sí, el presidente Carter se fotografió en el escenario, con una intención calmante… cuando los expertos no tenían aún ni la menor idea de cómo arreglar el desaguisado. Hoy esa central está cubierta de hormigón, sin que  se sepa  del todo bien qué ocurre en su interior.

Una historia poco edificante

   Conviene echar un vistazo a la historia de nuestra conversión en aprendices de brujo. Es muy instructiva. Nos pone ante la evidencia de que en este tema tan grave no han faltado las improvisaciones y una propensión a correr  grandes  riesgos.

En octubre de 1939 el sabio húngaro Leo Szilard se dirigió por carta al presidente norteamericano Roosevelt. Era posible fabricar bombas atómicas. Había que adelantarse a los nazis. Era un asunto militar de primer orden, con el correspondiente pecado original: había que correr grandes riesgos, disposición que acompañaría a la energía atómica a lo largo de toda su trayectoria, hasta el presente.

Sólo tres años después, ya en plena Segunda Guerra Mundial, se ponía en marcha Proyecto Manhattan, encaminado a la fabricación de las bombas atómicas que en agosto de 1945 reducirían a escombros dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki. La propaganda dejó bien sentado que habían sido dos bombazos “limpios”, sin consecuencias posteriores, una mentira de las gordas.

La energía atómica llamó a la puerta de la humanidad por motivos militares. De no mediar la guerra, probablemente el mundo no estaría sembrado de reactores.

La escalada atómica, espectacular a partir del momento en que Stalin se hizo con la temible bomba, ensombreció considerablemente el panorama y mantuvo a esta energía en la órbita de lo militar.

Como aquello costaba muchísimo dinero, había que sacarle partido de alguna manera. Además, hacía falta una buena justificación para seguir desviando fondos de los contribuyentes para mantener la hegemonía atómica. 

Con esas inquietudes in mente, los norteamericanos se lanzaron en 1953 a una campaña propagandística: Átomos para la Paz. Se trataba de poner la nueva fuente de energía al servicio de los países subdesarrollados, para ayudarles a salir de su postración.

Sonaba bien, desde luego, pero resaltemos que por aquel entonces el mundo no padecía lo que se entiende por una crisis energética. Había en juego intereses demasiado poderosos y las voces críticas se vieron silenciadas y marginadas.

¿De qué “átomos para la paz” se hablaba? Estados Unidos aún no podía exportar centrales nucleares porque no las tenía. La propaganda se había adelantado a las realidades. 

A toda prisa, con el patrocinio del mismo organismo militar que fabricó las bombas, echando mano de los planos del reactor del primer portaaviones nuclear, se diseñó la primera central nuclear. Lo que indica, a las claras, que se trató de una improvisación, extremo que, secretismo mediante, pasó inadvertido.

En 1957, cuatro años después de la  campaña propagandística, se inauguró la primera central nuclear norteamericana, en Pennsylvania. El reactor, que empleaba agua ligera, como convenía a su destino original, sirvió de modelo para los que vinieron después. Todavía hoy, el 70 por ciento de los reactores nucleares que hay en el mundo están emparentados con el del primer portaaviones nuclear, a su vez emparentado con el del primer submarino nuclear.

El maridaje de lo militar y lo civil explica muchas cosas. Francia cubre el 70 por ciento de sus necesidades con la energía de sus centrales nucleares, un subproducto del desarrollo de su propio arsenal nuclear. Es un buen ejemplo de cómo el impulso hacia la grandeza en el plano militar, de suyo carísimo, encontró su aplicación civil. De paso se trasladó el riesgo inherente a lo militar al país entero.

La prevalencia de lo militar en el campo de la energía nuclear no es ajena a la única aplicación que se ha encontrado a los residuos: su empleo en proyectiles capaces de atravesar cualquier blindaje convencional. Se usa mineral de uranio empobrecido.

Aparte de para matar, los proyectiles de uranio empobrecido sirven para contaminar el suelo donde van a caer, lo que en términos guerreros no tiene ninguna importancia, como no la tienen los niños deformes nacidos en zonas de guerra, ni los daños sufridos por los soldados propios expuestos a la radiación.

Secretismo, desprecio por las vidas propias y ajenas, desprecio por el medio ambiente, todo junto, es decir, lo propio de una mentalidad antihumana a la que nadie en su sano juicio encomendaría la salud del planeta y menos al verla asociada a intereses comerciales como los que caracterizan a las grandes empresas del sector.

La inmunda minería del uranio

   Todo el negocio depende de la minería del uranio. Como este se encuentra presente en la naturaleza, los rapsodas de lo nuclear han llegado a razonar que, siendo “natural”, la energía nuclear no puede ser mala, como si todo lo natural fuese bueno para la salud, también el virus del SIDA por ejemplo…

La norma número uno es no decir una palabra sobre la minería del uranio, necesariamente sucia, y menos sobre la diferencia de peligrosidad para la salud entre un estrato de uranio dormido en la tierra durante milenios y un tal estrato sometido a explotación.

Esta minería se practica a cielo abierto, haciendo estallar cargas de explosivos en la roca. Viene luego el cribado de fragmentos, y el tratamiento químico de la materia resultante, lo que requiere ingentes cantidades de agua.

Se generan toneladas de desperdicios por cada kilo de uranio aprovechable. Esos desperdicios liberan componentes tales como el radio y el torio. Aunque de vida breve, las partículas de radón contaminan las aguas y viajan con el viento, afectando  grandes áreas alrededor del yacimiento, yendo a alojarse en plantas, animales y personas.

Miles de mineros han muerto de cáncer de pulmón y de otras afecciones características del daño radiactivo. ¿Se puede edificar una nueva cultura energética sobre semejante desprecio por la salud ajena? No, desde luego.

Y en este caso los mineros no son los únicos perjudicados. Las poblaciones cercanas a las minas figuran entre las víctimas directas, por lo general sin saber a qué clase de peligros se ven expuestas.

Se puede reconocer la proximidad de una mina de uranio por el aumento de los abortos, los tumores y los casos de leucemia, por la aparición de alergias severas, por la multiplicación de los defectos de nacimiento y por los casos de retraso físico y mental.

El insoluble problema de los residuos

   Las próximas 10.000 generaciones tendrán que prestar mucha atención a nuestros residuos radiactivos, mantenerlos bajo control… o nuestro planeta se verá arruinado para siempre.

En estos momentos, nadie sabe qué se puede hacer con los desechos de la minería del uranio ni con los residuos de las centrales nucleares. Se fantasea en torno a la posibilidad de enviarlos al espacio. Lo “normal” es arrojarlos al mar, enterrarlos en minas de sal abandonadas, o a grandes profundidades, en senos de granito.

El uranio 238 tiene una vida media de 415 millones de años, el plutonio de 250.000 años. ¿Quién está en condiciones de garantizar la seguridad de unos contenedores durante tanto tiempo?

Algunos países africanos y también Rusia cobran por hacerse cargo de los desechos nucleares, que van a parar a cementerios sobre cuyas condiciones de seguridad es mejor no hablar. También puede ocurrir que la mafia calabresa se complazca en el negocio de los residuos nucleares, hundiéndolos en el Mediterráneo. Tal es el lado oscuro de la puntera y segura industria.

Cuando apremié a uno de nuestros expertos con preguntas sobre el particular, me reconoció que todavía no hay una solución satisfactoria al problema de los residuos. Añadió que, sin duda, gracias al progreso técnico, la humanidad la encontrará… Me pareció alarmante y sintomático. Con semejante fe de carbonero en el progreso vamos en línea recta hacia una catástrofe. El resto de la conversación versó sobre el tema de los accidentes aéreos.

Del mismo modo en que no se renunció a la aeronáutica por ellos, del mismo modo en que no la cuestionamos ahora si sucede alguno, deberíamos asumir que el progreso tiene sus riesgos, que vale la pena correr. Mi interlocutor era incapaz de advertir la diferencia entre un accidente de avión y un accidente como el de Fukushima.

Allá por el año 1986, el físico norteamericano Amory Lovins se expresaba en estos términos:

“No digo que todos nos estemos muriendo por culpa de los residuos nucleares. Sólo afirmo que hemos creado algo que exige, para siempre, los más altos niveles de la capacidad humana, y no confío demasiado en que estemos preparados para semejante reto.”

El dogma número uno de cualquier empresa industrial sostenible sostiene que sus desechos deben ser reciclables, algo que en este caso no se puede cumplir. Que una pequeña porción se pueda usar para fabricar proyectiles y para otras aplicaciones, no puede servir de consuelo.

Chapuzas

Aunque parezca mentira, en la industria nuclear las chapuzas están a la orden del día.

La creencia de que lo de Chernobil fue una torpeza que solo pudo ocurrir en la Unión Soviética es una estupidez. Los países tecnológicamente avanzados no son inmunes a las chapuzas, como ya deberíamos considerar probado.

Ni siquiera ha sido posible que la internacional de lo nuclear lograse ponerse de acuerdo para controlar la situación en Chernobil y en Fukushima. El sarcófago supuestamente hermético de Chernobil está en pésimas condiciones, al punto de que los pájaros anidan en su interior. En Fukushima miles de toneladas de material radiactivo se acumulan en bolsas de plástico, sin la menor protección. Es triste, no sorprendente.

En Colorado alguien tuvo, allá por los años sesenta, la luminosa idea de usar los residuos de la minería del uranio para los cimientos de casas, escuelas y hospitales, con los resultados que cualquiera puede imaginar.

Mientras el presidente Obama destinaba millones de dólares para reactivar el plan nuclear norteamericano, los habitantes que vivían cerca del reactor de Vermont Yankee votaban a favor del cierre de la central, hartos de fugas radiactivas.

La torre de refrigeración de la central de Vermont estaba en ruinas, como se podía ver a simple vista. Y ya se había demostrado los vecinos de la zona consumían trititio, un isótopo cancerígeno, con el agua del grifo. Más aun, para entonces ya se sabía que veintisiete reactores norteamericanos padecían fugas de trititio.

Tras el desastre de Fukushima se supo que la idea original había sido edificar la central bastante lejos del mar y a más altura, por razones de seguridad, no fuera a ocurrir un tsunami. Se optó por situarla más abajo y más cerca del mar por motivos económicos. Saldría demasiado caro bombear el agua hacia tan arriba, tan larga distancia. Se trata de una chapuza tan clásica como ejemplar.

También se supo que la empresa a Tepco, en connivencia con las autoridades, llevaba años sin hacer el menor caso a los inspectores, cuyos informes negativos iban a parar a la papelera.

¿Una energía barata e inagotable? ¡Falso!

     Allá por el año 1978, un comité del Congreso norteamericano reconoció que la energía nuclear no es barata, en abierta contradicción con la propaganda de entonces y de ahora.

“De hecho –se leía en el informe–, si se incluyen los costes básicos y los todavía desconocidos costes de manipulación y vigilancia de los desechos radiactivos y de los residuos del combustible nuclear, la energía nuclear puede resultar mucho más cara que las alternativas a una energía convencional.” ¡Y tanto!

Solo que esos costes “todavía desconocidos”, presumiblemente monstruosos y crecientes, no perturban a los gigantes del sector (General Electric, Westinghouse, Siemens, Toshiba, etc.), ya imbuidos de la seguridad de que serán cargados sobre las espaldas de los desprevenidos contribuyentes.

De momento, esparcidos por el mundo, hay 432 reactores nucleares, que generan sólo el 6 por ciento de la energía mundial…

En Estados Unidos, la vanguardia nuclear, sede de las dos mayores potencias del sector, los 104 reactores existentes sólo aportan el 8 por ciento de la energía consumida por el país… ¿Cuántos más harían falta para cubrir la demanda energética, según los entusiastas? ¿Y qué se piensa hacer con los desperdicios radiactivos del grandioso e insensato sueño?

El plan de los rapsodas de lo nuclear invita a una huida hacia delante sin ningún porvenir. De paso, se nos da a entender que solo gracias a la energía nuclear se podrán satisfacer las necesidades energéticas de la humanidad, las de ahora y las que vengan. De esta manera, se consigue impedir que se plantee un debate serio sobre tales necesidades, viniendo tales rapsodas en ayuda de quienes desean conservar a toda costa nuestra actual relación con la naturaleza. Como es obvio, tal y como están plateadas las cosas, en términos de capitalismo salvaje, a mayor energía mayor destrucción. Lo único que interesa es aprovechar el miedo al desabastecimiento para seguir en las mismas e ir a más. Por eso no se considera de buen gusto aclarar que las reservas de uranio son relativamente escasas. No estamos ante una energía inagotable, aunque seamos invitados a creerlo. De hecho, bastan las centrales existentes para acabar con las reservas de uranio conocidas en solo sesenta años…

Por otra parte, siempre hay que tener siempre en cuenta que una central de energía atómica, en sí misma carísima, no está hecha para durar eternamente. Antes se atribuía a estas centrales una vida media de cuarenta años. Las nuevas estimaciones han reducido su vida útil, en condiciones aceptables de funcionamiento, a la mitad. Cuanto más viejas, más inseguras, por no ser inmunes a la corrosión y al desgaste.

Como cerrarlas es una operación complicada y cara, se detecta una chapucera tendencia a mantenerlas en funcionamiento más allá de su fecha oficial de caducidad. Los gobiernos no quieren gastar y los empresarios no quieren cerrar y renunciar a sus beneficios. En España, el caso de la central de Garoña (Burgos), inaugurada en 1971, se puede considerar paradigmático. Fue puesta en hibernación hace un par de años, en vista de su deterioro, y ahora se habla de reactivarla en el 2016 y de prolongar su vida otros diez años.

La angustia de los biólogos

El daño depende del tipo de radiación, de la intensidad, de la duración y de la zona del cuerpo que se vea expuesta. Hay efectos que la víctima nota enseguida: necrosis, anemia, eritemas.

Pero hay otros daños que tardan en aparecer y que la víctima no siempre está en condiciones de relacionar con su causa (cáncer de huesos, de piel, de pulmón, de tiroides, anemias, cataratas, leucemia). Por eso es muy fácil “jugar” con las cifras de víctimas.

Salvo en los casos de exposición directa, nunca se sabe a ciencia cierta si la causa ha sido la radiación. De hecho, hoy no sabemos con exactitud cuántas personas se vieron afectadas por la catástrofe de Chernobil, cuyos efectos se dejaron sentir en todo el ámbito europeo.

Los rapsodas de lo nuclear aseguran que solo hubo que lamentar medio centenar de víctimas mortales. Lo cierto es que se calcula que el desastre de Chernobil causó un millón de muertos, incluyendo a los muchos suicidas que no pudieron soportar la perspectiva de una horrenda agonía.

Pero se ignora cuántas personas fueron afectadas de un modo u otro, a plazo medio y largo.

Y hay un problema adicional, que bien podemos considerar la objeción definitiva: la radiactividad provoca mutaciones genéticas de alcance impredecible.

La frivolidad de los partidarios de las centrales nucleares provoca en el ánimo de los biólogos una angustia creciente. Quizá sean ellos quienes más claro tienen el peligro que representa la industria nuclear para la especie humana y para los seres vivos en general.

Mahlon B. Hoagland, de la universidad de Harvard, escribe:

“Muchos biólogos contemplan con espanto la proliferación de armas nucleares y de centrales de energía nuclear […]. El conjunto del ADN terrestre es un legado incomensurablemente precioso e irreemplazable, por cuanto la evolución jamás puede repetirse. El daño a la obra de tres mil millones de años de evolución sería una atrocidad monstruosa.” 

Una visita a los semiocultos orfanatos que acogen a las víctimas de Chernobil sería más que suficiente para entender lo que está en juego en términos de humanidad, los únicos importantes. –MANUEL PENELLA