En marzo de 2011 se produjo la catástrofe nuclear de Fukushima, cuyas primeras imágenes dieron la vuelta al mundo. ¿Qué está pasando hoy en ese purulento lugar del globo? No lo sabemos. Sabemos menos que entonces, lo que ya es decir. Toda la información oficial y oficiosa disponible es de tono menor, redactada con ánimo de tranquilizar a la opinión pública japonesa y mundial.

En Japón, lo que rodea a Fukushima es considerado top secret, como sucedió en el caso de Chernobil, con el agravante de que ahora el establishment mundial al completo participa del encubrimiento con modales soviéticos. Hasta se considera delictivo criticar la energía atómica. Si algún experto se va de la lengua, se ve expuesto a presiones directas, o indirectas, también sobre sus familiares y amigos. Si alguien osa recordar los defectos que presentaba la central antes del accidente, se ve lanzado a las tinieblas exteriores. Esa información, que incluye graves defectos de montaje, no circula.

Como de pasada, como si fuese tranquilizador, se nos hace saber que Estados Unidos importa productos alimenticios japoneses, que Japón exporta el arroz de la zona afectada. Puede que nos llegue alguna información suelta sobre el reclutamiento de indigentes para las tareas de “limpieza”, o algún cálculo sobre el arribo de contaminantes a las costas americanas, pero nada que permita hacerse una idea de lo que está sucediendo y de lo que podría ocurrir en el futuro. Puede que recibamos de tanto en tanto unas mareantes cifras en bequerelios, sin contrastación posible, para hacernos creer que estamos informados. Si Greenpeace no informa más es porque no le dejan.

En abril del año pasado el Comité Científico de las Naciones Unidas hizo saber al mundo que no hay peligro para las personas. Los efectos de la radiación sobre ellas, aseguró, fueron tan débiles que ni siquiera se pueden tomar en consideración.

Hasta la OMS ha sacrificado su buen nombre por participar en el juego del encubrimiento. No es extraño que parezca hasta normal la reactivación de las centrales atómicas japonesas y que no se considere inoportuno construir centrales nuevas en el Reino Unido y Finlandia.

Fuera de control

Si no fuera por las organizaciones ecologistas y por algunas voces disidentes, estaríamos completamente a oscuras. Por ellas sabemos que la situación se encuentra fuera de control.

La doctora Helen Caldicott, física australiana, veterana luchadora antinuclear, afirma que hasta podría darse el caso de que terminase siendo necesario evacuar Tokio (38 millones de habitantes). La central sigue lanzando sustancias radiactivas a la atmósfera y derramándolas en el mar.

La doctora Caldicott da por seguro que toneladas de lava radiactiva se han abierto paso hacia el subsuelo. La situación le parece tan grave que recomienda no viajar a Japón y no consumir comida japonesa. Según esta doctora, los niveles de radiación en Washington subieron miles de veces por encima de lo normal. “Fukushima nunca será resuelto”, sentencia. No por otra razón su credibilidad es objeto de ataques de lo más rastreros.

Otros expertos independientes también se han pronunciado en términos inquietantes. La contaminación de los acuíferos carece de remedio. El océano se ha convertido en un vertedero nuclear. Pero lo que se lleva es aparentar que todo va bien, sobre el incierto supuesto de que la situación estará bajo control dentro de cuarenta años, sin pensar en los miles de años en que los no se podrá bajar la guardia en ningún momento. Una vez más, constatamos el poder de los gigantes de la industria nuclear, capaces de ocultar la verdad a su conveniencia, en este caso con ribetes criminales.

Otro dato que se oculta a la consideración de la opinión pública es la manera en que se han socializado las pérdidas, siguiendo el modelo aplicado tras el derrumbe de la pirámide de Ponzi planetaria en el 2008.  La empresa Tepco,  operadora de Fukushima, ha sido nacionalizada y todo indica que los fabricantes (Westinghouse, Hitachi y Toshiba) se las están arreglando para irse de rositas. Que pague el ciudadano, todo, no se sabe cuánto.

Antes de Fukushima

Es el momento de recordar que antes de la catástrofe nos veíamos inmersos en una formidable campaña a favor de la construcción de nuevas centrales nucleares, la “gran solución”, la “única solución” a los problemas energéticos de la humanidad. De no haber mediado esta catástrofe esa campaña estaría en su apogeo.

En efecto, a pesar de lo sucedido en Chernobil y del reciente susto que de la central atómica de Tokaimura –por no mencionar los incidentes menores–, los partidarios de la energía nuclear, muy crecidos ante los problemas energéticos que se nos echan encima, cantaron sus ventajas, repitiendo los viejos discos.

No fue sorprendente descubrir que Ana de Palacio, la protegida de Wolfowitz, trabajese a favor de la expansión nuclear, pero resultó chocante ver a Felipe González y a Ramón Tamames jugando en el mismo equipo multinacional de charlatanes.

Como Al Gore se mostraba indeciso, el premio Nobel de Física Carlo Rubbia pasó a liderar el bando nuclear. Mijail Gorbachov se sumó a la causa; también James Lovelock, el anciano autor de la bonita teoría de Gaia; también Patrick Moore, uno de los fundadores de Greenpeace. Ya se sabe lo que ocurre cuando gigantes tales como General Electric, Westinghouse y Siemens toman la iniciativa en el campo de las relaciones públicas y la publicidad.

Se daba por olvidado el desastre de Chernobil. Se pasaban por alto las insuficiencias de las medidas encaminadas a remediar la amenaza resultante. Que los pájaros anidasen el interior del sarcófago presuntamente hermético no era algo que les fuese a quitar el sueño a estos rapsodas de lo nuclear. Y si alguien se acordaba de Chernobil daba a entender que había sido una excepción, atribuible al primitivismo de la Unión Soviética, algo impensable en los países tecnológicamente avanzados.

Como estas centrales tienen la ventaja de no emitir los gases culpables del efecto invernadero, la toma de conciencia sobre los peligros del cambio climático sirvió para dar por demostrada la excelencia de la energía atómica, una falacia del peor estilo. Y se volvieron a oír los mismos argumentos de siempre: Una energía limpia, inagotable… ¿Acaso no hay radiactividad en la naturaleza? Si es natural, debe ser buena… No pocos verdes picaron el anzuelo, como el mencionado Patrick Moore. El presidente Obama se sumó al movimiento en pro de lo nuclear, poniendo sobre la mesa miles de millones de dólares del erario público, para alborozo de las grandes compañías del sector.

En estos momentos, los rapsodas de lo nuclear guardan silencio. Pero podemos dar por descontado que, pasado un tiempo prudencial, volverán a las andadas. –MANUEL PENELLA HELLER