Hasta ayer mismo se pudo creer que la cultura y la buena vida de unos pocos comporta necesariamente la esclavitud más o menos encubierta de grandes masas humanas. Ya no o, mejor dicho, todavía no, aunque muchos no se hayan dado por enterados, ya hechos a vivir en un mundo ricardiano y maltusiano. Es fácil seguir en las mismas, dando por bueno el principio de que no es posible escapar de las garras del principio de escasez. O yo me como el pastelillo o te lo comerás tú, porque no hay para todos. Bajo esta luz, se supone que las desigualdades sociales deben ser aceptadas como cosa natural.

   Toda clase de consignas “de sentido común”, teorías enteras, como el darwinismo social, refrendan la deprimente visión. Si alguien protesta contra la degradación moral que nos acarrea “la lucha por la vida”, se ve tildado de ingenuo o buenista.     A fin de cuentas, ya hemos sido informados, desde la cuna, de que esta tierra no es otra cosa que un Valle de Lágrimas. La propia revolución comunista se encauzó con arreglo a este Valle, con la correspondiente exaltación del sudor de la frente.

   Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX, por primera vez en la historia de la humanidad, tras una asombrosa escalada técnica, se dejó entrever, por fin, la posibilidad de escapar a la maldición bíblica de tener que ganarnos el pan a costa de nosotros mismos o de nuestro prójimo. Y no se trató de una ensoñación a lo Saint-Simon, sino de una conclusión alcanzada por varios investigadores, desde ángulos distintos. El “principio automático”, estudiado por Radovan Richta, podría dar mucho de sí.  Le correspondió a Herbert Marcuse el mérito de divulgar la trascendental novedad: existen –ya– los medios técnicos necesarios para ofrecer a todos y cada uno de los seres humanos el alimento y los medios que hacen posible una vida digna

   Cabe la ominosa sospecha de que el instante mágico pertenezca al pasado. Sin embargo, nada sería más necio que vivir de espaldas a esa novedad trascendental: no es lo mismo pensar con esa posibilidad in mente que hacerlo sin ella.

El Manifiesto de los Jóvenes Iracundos

    EnEros y civilización,  Marcuse nos decía que gracias al desarrollo técnico es posible tanto liberar al hombre de cualquier exceso de represión  como acceder a una era en la cual el trabajo mismo, liquidada la alienación, podría ser disfrutado como parte de una vida humana plena, convertido, casi, en un juego. Aquello movilizó a Rudi Dutschke  y a otros jóvenes de mi generación, marcados por el descubrimiento. 

   En el inolvidable Manifiesto de los Jóvenes Iracundos, escribía Doris Lessing: “Estoy convencida de que todos estamos ante una puerta abierta y de que hay un hombre nuevo a punto de nacer, que nunca se ha visto agobiado por las penurias de un tra­bajo penoso; un hombre cuyo orgullo como hombre no será medido por su capacidad para sobrellevar el trabajo y las responsabilidades que detesta, que le hastían, que son demasiado mezquinas para lo que él podría ser.” 

   De allí que muchos jóvenes se lanzasen a la revuelta,  reclamando la liberación posible, para abrir la puerta de una vez, con el consiguiente horror de los defensores del orden establecido. La moral del Valle de Lágrimas –la moral del sacrificio–, se encontraba seriamente amenazada, por fin. Había algo profundamente inmoral en el sistema de dominación; siendo obviamente injusto, había dejado de ser el único posible.

Más allá de la puerta entreabierta

    El panorama que se dejaba entrever más allá de la puerta entreabierta era esperanzador. Allá por el año 1963, escribía Bosco Nedelcovic, en Automatización y trabajo: “Un cálculo estrictamente técnico muestra que con sólo el 2 por ciento del personal ahora empleado en la industria bastaría para mantener una economía industrial automatizada al máximo.” El resto, el 98 por ciento, se encontraba ya condenado al paro o, desde otro punto de vista, mucho más estimulante y prometedor, al ocio (el fruto supremo de la técnica según la apreciación de Ortega). 

   Y añadía Nedelcovic: “La apabullante contradicción del sistema económico imperante puede resumirse del siguiente modo: hemos llegado a una etapa de progreso téc­nico que nos brinda la posibilidad de proporcionar a todos los seres humanos cuanto necesi­tan para vivir dignamente, ello con un mínimo de trabajo o sin trabajar en absoluto; no obs­tante, la distribución de tales riquezas sigue estando condicionada por el supuesto moral de que el individuo debe ‘ganarse la vida’ a fin de merecer la tajada que recibe.” Había puesto el dedo en la llaga. 

     Por su parte, en Hacia una técnica liberadora, escribía Lewis Herber con no menor claridad: “Históricamente, el concepto de justicia corres­ponde a un mundo donde reina la necesidad material y hay obligación de trabajar; es propio de un mundo en el que los recursos son relativamente escasos y, por tanto, deben ser repar­tidos según un principio moral que señala lo justo o injusto. La justicia, incluso la igualita­ria, encierra una idea de limitación  porque se presupone que los bienes han de distribuirse en forma restringida y que el hombre ha de dedicar sacrificadamente su tiempo y energía a la producción. Una vez que trascendamos el concepto de justicia, de limitación –esto es, cuando hayamos pasado de las posibilidades cuantitativasde la tecnología moderna a las cualitativas–  entraremos en el inexplorado reino de la liberación, de la libertad ilimitada basada en la organización espontánea y el acceso sin trabas a todos los medios necesarios para la vida humana.” (En la terminología de Herber, las posibilidades cuantitativasson aquellas que prometen “la satisfacción de las necesidades fundamentales sin tener que trabajar”, en tanto que las cualitativasse refieren a las que permitirían concretar un modo de vida comunitario, descentralizado y ecológico de agrupamiento humano.) 

    Hasta las personas menos dadas a soñar se pusieron a especular sobre la llegada de la “civilización del ocio” y de lo mucho que habría que cambiar para adaptarse a ella… Era como si la puerta se hubiera abierto ya. Pero no, nada de eso. Los defensores del orden establecido habían iniciado un contragolpe. 

    La liberación de la humanidad por medio de la técnica no va realizarse en el marco del capitalismo salvaje, cuyas posibilidades de volverse contra sí mismo son prácticamente nulas. De hecho, como el lector habrá advertido, no se ha vuelto a hablar de la famosa puerta. A nadie le van a pagar por hablar de ella. El tema de la liberación por medio de la técnica ha desaparecido. Ya nadie habla de la “civilización del ocio”.

   Jeremy Riffkin puede ponernos ante la evidencia de que el “fin del trabajo” está próximo, pero su previsión tiene una sonoridad inquietante. No es la conquista del ocio lo que importa sino la conservación del sistema. El contragolpe ha surtido efecto. Escasez, lucha por unos bienes contados, agotamiento de los recursos, ya no vemos nada más. El Valle de Lágrimas ha vuelto por sus fueros.

   Los visionarios que fiaron las esperanzas de una vida mejor en las posibilidades técnicas de la humanidad, los que señalaron la puerta, no dejaron de darse cuenta de que en nuestro camino se alzan obstáculos prácticamente insuperables.

Obstáculos en nuestro camino

    La tecnosfera en que habitamos tiene vida propia y, por otra parte, no es nada fácil separar las técnicas “buenas” de las “malas” (por ejemplo, se tuvo que dar un rodeo por la lucha antisubmarina para llegar al ecógrafo… derivado del sonar), lo que parece bueno puede acabar siendo malísimo (piénsese en el DDT); y para colmo,  el ser humano, en situaciones mucho más sencillas que las actuales, ha dado pocas muestras de ser capaz de renunciara sus inventos… Lo inventado tira de él, simplemente, y se deja llevar, aunque tenga un abismo delante.

   Es cierto que los chinos pusieron mucha más sustancia gris en los fuegos artificiales que en las bombas, tras haber descubierto la pólvora, es cierto que renunciaron a su poderío marítimo, pero no es lo que se estila. Muy poca esperanza podemos extraer del pasado. Es cierto que los cazadores-recolectores se las arreglaron para vivir bien, poniendo coto a la violencia y cultivando las relaciones de cooperación (Véase LAS ENSEÑANZAS DEL SALVAJE); es cierto que los pieles rojas no se dedicaban a cazar bisontes sin ton ni son; es cierto que el emperador Vespasiano rechazó un aparato mecánico que, según le dijeron, rea­lizaría el trabajo de muchas personas (“llévenselo, tengo que alimentar a mis pobres”, eso dijo); es cierto que se prohibió –por un tiempo- el uso de ballestas metálicas, demasiado mortíferas e incom­patibles con el buen hacer de los caballeros… La técnica, la verdad sea dicha, se nos suele escapar de las manos. El propio Eisenhower, al término de la  década del cincuenta, admitía públicamente que el complejo militar-industrial era una bestia  desbocada… 

Del pesimismo a la demanda de una “racionalidad erótica”

   A mediados de la década del sesenta Marcuse, en El hombre unidimensional, entraba en una fase pesimista y daba la voz de alarma: difícilmente puede convertirse la racionalidad cientí­fica y técnica en un instrumento de liberación. Dicha racionalidad apunta al dominio del hombre por el hombre, y esto por intermedio del dominio de la naturaleza. Una cosa lleva a la otra. 

   El progreso técnico, nos decía Marcuse, se produce en el marco de la dominación. Ya muy pesimista, consideraba necesario replantear la meta del quehacer cien­tífico-técnico sobre la base de una experiencia nueva del hombre y la naturaleza (en una línea comparable a la anticipada por Heidegger). 

   Y ya en un gesto desesperado, Marcuse se volvía a los propios especialistas, deseoso de verlos convertidos en “especialistas de la li­beración”. Como a principios del siglo XX, una segunda ola de tecnofobia recorría los ambientes ilustrados y críticos. La posibilidad de que la técnica nos lleve, por sus pasos contados, al ecocidio es, desde luego, mucho más plausible que su sometimiento a los intereses de la humanidad. 

   Sin embargo, aún estamos a tiempo para reclamar una técnica liberadora. ¡No nos quedemos cortos en nuestras aspiraciones!

   Carlos París, el autor de El animal cultural,  reclama abiertamente una “racionalidad erótica”. De acuerdo con ella, se trata de favorecer las técnicas que sirven al cuidado de la vida, empezando por las técnicas asociadas a la crianza y la educación, por las técnicas médicas. Carlos París propugna un replanteamiento ético de la técnica, para ponerla al servicio del ser humano y de la naturaleza. No ha olvidado la puerta de Doris Lessing. 

    A quienes odian la técnica por considerarla antinatural, habrá que recordarles que la liberación sólo será posible por obra de ella, que, lejos de ser por definición contraria a la naturaleza, surge de la propia vida, como subrayó Spengler. Cuando el león caza, actúa técnicamente…, como el castor al construir su morada. De allí que oponerse a la técnica porque sí, viendo en ella simple hostilidad contra la vida, no tenga ningún sentido. La crianza de los niños, por ejemplo, comporta un procedimiento técnico, y no todas las técnicas de crianza son iguales. No todas las técnicas comportan el uso de herramientas. No todas las técnicas arruinan la vida. 

   La pregunta, por lo tanto, debe ser siempre la misma: ¿es esta técnica buena o mala para el ser humano y para la tierra?  Puede ser difícil responder, habrá que estar en disposición de rectificar en caso de error. En cualquier caso, nunca habrá que olvidar la puerta que logró entrever Doris Lessing en un pasajero momento de optimismo. 

    Porque si olvidamos esa puerta, que no nos será mostrada ni recordada por el poder establecido, nos podemos dar por perdidos. Sólo cuando se tiene presente, es posible dejar de dar palos de ciego… MANUEL PENELLA HELLER