La señora Eleanore Roosevelt merece el título de benefactora de la humanidad en el más alto sentido del término. Bien está desconfiar de los benefactores, pero no en este caso, y menos ahora, cuando hacen falta figuras históricas ejemplares como la suya, cuando el concepto mismo ha caído tan bajo como para que el señor Mario Vargas Llosa se permita decir (para vergüenza suya y de nuestro tiempo) que sujetos tan ególatras como Bill Gates y Warren Buffet merecen nuestro agradecimiento precisamente por su condición de “benefactores de la humanidad”. ¡Tan bajo hemos caído!

Le debemos a la señora Roosevelt, viuda del presidente Franklin D. Roosevelt, nada menos la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas 1948. Me pregunto si celebraremos o no el aniversario del bello documento en diciembre, pero estoy seguro de que lo vamos a necesitar si queremos salir bien librados del atolladero histórico en que nos encontramos precisamente por haberlo traicionado.

A la salida de la Segunda Guerra Mundial, cuando era moralmente ineludible proteger a la humanidad contra los males que la habían provocado, hacía mucha falta esa Declaración. Pero todo indica que nos habríamos tenido que conformar con un texto de circunstancias, incoloro y huero, de no mediar la decidida intervención de la señora Eleanore Roosevelt. Ella sabía lo que quería y lo que necesitábamos, y se la debemos. Y hoy me parece evidente que, privada de las luces de esta Declaración Universal, la “globalización” es  una catástrofe.

Una declaración de la humanidad

Asentada sobre las primeras declaraciones de los derechos humanos que datan del siglo XVII, la Declaración es un fruto del dolor y de la reflexión. Sus considerandos iniciales resuenan hoy como severos aldabonazos en la conciencia: todos los miembros de la familia humana, sin distinción de sexo, de cualquier religión o color, tienen derechos iguales e inalienables, y se nos invita a trabajar pacíficamente por un mundo en el cual se vean liberados del temor y de la miseria, como corresponde a su dignidad intrínseca, por un mundo, se puntualiza, en el que “nadie se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

En este texto, la modernidad y el liberalismo dieron su nota más alta, la más noble y prometedora. Cualquier persona de buena voluntad, venga de la izquierda o de la derecha, se sienta heredera de antiguas tradiciones religiosas, de la Ilustración o del socialismo en su versión no termítica, lo puede hacer suyo. Y dado que nos vemos forzados a cohabitar en un planeta pequeño, por motivos de mucho peso, incluidos los de orden práctico. La largamente cultivada creencia de que somos hijos de Dios y por lo tanto hermanos reaparece en esta Declaración en una depurada versión laica, ya imposible de burlar sin caer en la barbarie.

Tenemos que agradecerle a Eleanore Roosevelt que se mantuviese valientemente fiel a los principios, sin dejarse obnubilar por el propósito de conseguir una aprobación unánime. Al final, se salió con la suya. La Declaración contó con el respaldo de la mayoría de los Estados representados en la Asamblea y cabe hablar, por lo tanto de una declaración de la humanidad.

Solo siete países se abstuvieron de firmar el documento: los cinco que dependían de Stalin, la Sudáfrica del apartheid, empeñada en la defensa de los privilegios de la minoría blanca, y Arabia Saudita, empeñada en mantener a la mujer bajo la férula del hombre. Estos países se abstuvieron, pero, significativamente, no osaron pronunciarse en contra. Y es que no se puede rechazar esta Declaración sin quedar retratado como un bárbaro.

Ahora bien, la Declaración es muy exigente y haríamos mal en caer en uno de esos trances de autocomplacencia a los que somos tan proclives los liberales. Es cierto que nuestra civilización la produjo a la salida de una hecatombe. Pero más nos vale reconocer que no estamos a su altura. Millones de seres humanos viven hoy atenazados por el miedo y la miseria, y sería de pésimo gusto presumir de superioridad moral ante tan turbadora evidencia. La Declaración se asienta, toda ella, en principios liberales, en teoría muy convincentes y de aplicación ecuménica, pero antes de presumir, hay que estar a la altura de ellos en la práctica.

Mucho le dolió a la señora Roosevelt que la firma de la Declaración careciese de efectos vinculantes. Era previsora, y lo que más temía era verla convertida en papel mojado y que llegase el momento, como así ha ocurrido, en que el poder se revolviese contra ella. En la actualidad, conscientes de que representa un obstáculo contra los planes de saqueo que se traen entre manos, importantes figuras de los think-tanks neoconservadores y neoliberales, ya con la sartén por el mango, se permiten afirmar, en tono despreciativo, que no pasa de ser un “cuento de hadas”.

De la esperanza de 1948 hemos pasado a la desesperación, tras pisotear el texto al que Eleanore Roosevelt consagró sus mejores esfuerzos. Y por ello tanto más se agranda su figura. La Declaración que le debemos es el único antídoto seguro contra el darwinismo social que ha corroído los cimientos de nuestra civilización, es la mejor referencia para quienes deseamos un mundo mejor.

Un recuerdo para la ADA

     La viuda del presidente Roosevelt pudo haber disfrutado de un retiro dorado. Prefirió seguir en la brecha, consciente de que la Declaración era solo un punto de encuentro y a la vez un punto de partida, un medio y no un fin ornamental.

Aplicándose la máxima goethiana de hacer lo que estuviera en su mano por un mundo mejor, fundó la Americans for Democratic Action (ADA), con la intención de mantener vivo en su país el espíritu y la letra de la Declaración. Para ello, apeló al argumento de que Estados Unidos no debía dilapidar el crédito moral que le correspondía por haber derrotado al nacionalsocialismo. Había que administrar sabiamente lo que hoy se conoce como “poder blando”, lo que solo se podría conseguir con un guión progresista y un registro humanitario.

La ADA fue una organización elitista, que operaba, sobre todo, en la trastienda del sistema, con no poco secreteo pero con indudable eficacia. Dejó sentir su influencia, sobre todo, en la política exterior de la potencia hegemónica. En ella, junto a la señora Roosevelt, figuraban personajes como Averell HarrimanJohn K. Galbraith y, en general, gentes de Harvard, como Arthur Schlesinger y otros miembros del equipo del futuro presidente John F. Kennedy.

La ADA trabajaba sobre la hipótesis de que la mejor protección contra el comunismo era admitir en el juego político la presencia del socialismo democrático. Lo ideal, desde su punto de vista, era contar con sistema políticos bipartidistas, con un socialismo liberal, por un lado, y una democracia cristiana, por el otro. Así, se entiende que la ADA respaldase al brasileño Joao Goulart, al argentino Arturo Frondizi, al venezolano Rómulo Betancourt y al colombiano Carlos Lleras Restrepo, personajes que hoy serían considerados unos rojos peligrosos.

Para calibrar la importancia de la ADA como contribución política a lo que se ha dado en llamar “los treinta gloriosos”, no hace falta más que comparar su línea de actuación con la de los think-tanks neoconservadores y neoliberales que hoy dominan el terreno de juego (Instituto Cato, American Enterprise Institute, Fundación Heritage, etc.) En estos think-tanks reaccionarios, proveedores de los argumentarios que sirven a la revolución de los muy ricos, la preocupación por los asuntos sociales brilla por su ausencia.

El progresismo de la señora Roosevelt, que dio su apoyo a opciones consideradas izquierdistas, que luchó sostenidamente contra la segregación racial, que hizo lo que estuvo en su mano por la causa de la liberación de la mujer, le valieron el respeto y la admiración de muchos, y naturalmente una piara de enemigos, empeñados desde hace décadas en conseguir que su gesta particular sea pasto del olvido. Pero quienes amamos la justicia y la libertad a buen seguro que no la olvidaremos. Es admirable lo mucho que pudo hacer por la causa de la humanidad sin tener lo que se entiende por un poder efectivo. Solo contaba con su condición de viuda del presidente Roosevelt, con su propio carisma, con el poder de la palabra y con la fuerza de su decisión. Pocas veces alguien con tan poco poder efectivo hizo tanto por su prójimo, lo que  impone una carga de ejemplaridad sumamente comprometedora a cualquiera que se atreva a medir su proeza en estos tiempos de fatal decadencia política y moral.–MANUEL PENELLA