Los liberales lo han pasado muy mal en nuestro país, siempre en desventaja numérica, entre dos fuegos, sin ningún teólogo de su parte. ¿Cuántos acabaron contra el paredón durante nuestra Guerra Civil, a ambos lados de las trincheras?
Los años del franquismo nos dejaron una profunda impronta antiliberal, lo mismo que la crítica marxista del liberalismo. A última hora, con la llegada de la Transición, hubo conversiones en masa al liberalismo, pero no deberíamos olvidar esa impronta. Hemos mejorado, no lo dudo, pero al menor descuido nos expresamos como si no fuéramos liberales en absoluto. Recaemos fácilmente en la dialéctica del amigo y el enemigo; la sola idea de que nuestro prójimo pueda tener “su parte de razón” aún nos irrita hasta extremos inconfesables.
Para colmo, corto de tradición, nuestro inmaduro liberalismo se ve expuesto a al imperio de la moda global. Para nuestros neoliberales la doctrina se reduce al “fundamentalismo del mercado y lo que el liberalismo tiene de humanismo es completamente prescindible, si es que han llegado a catarlo.
El neoliberal típico se inspira en textos escritos contra usos económicos medievales, en tiempos del absolutismo, o contra la rígida economía del totalitarismo moderno (fascismo y comunismo), textos que proyecta mecánicamente sobre las realidades presentes, venga o no a cuento.
Su condición de converso reciente se deja ver en la inquina que profesa a la socialdemocracia, cuya acreditación liberal no quiere ni mirar. La socialdemocracia es su bestia negra, su comunismo y su fascismo a la vez. La expresión social-liberalismo lo pone al borde de la náusea; no quiere oír hablar de Hobhouse, ni de Green…
Propenso a la arrogancia, ahíto de asertividad, el neoliberal nunca tiene en cuenta que, a fuerza de laissez-faire económico, se acabó concitando sobre el liberalismo el odio de “las masas”. Tampoco tiene en cuenta que el propio liberalismo intentó rectificar sobre la marcha, a finales del siglo XIX, a principios del XX, tras el crack el 29 y, sobre todo, al término de la II Guerra Mundial, consciente de que era preciso limitar el laissez-faire en aras del bien común, en previsión de males mayores. El neoliberal de hoy, desprovisto de conocimientos históricos elementales, cree que no es necesario que la humanidad se prevenga contra la reaparición de movimientos tan tremendos como el fascismo y el estalinismo; es como si de verdad creyese que la historia misma ha concluido, resuelta al modo de Fukuyama.
El neoliberal se encierra en su círculo de amigos, con pocos libros. Feliz con su Hayek y con su Friedman, nada quiere saber de otros insignes maestros del pensamiento liberal. Basta con mencionar en su presencia a Keynes y a Bedveridge, o simplemente a Galbraith, para que la atmósfera se pueda cortar con un cuchillo. Para él, Stiglitz no pasa de ser una especie de pájaro de mal agüero. Como estos ilustres liberales han sido relegado a las tinieblas exteriores por los think-tanks neoliberales y como no figuran en los planes de estudios que las universidades que sirven al neoliberalismo como movimiento, como brazo intelectual de la revolución de los muy ricos, se puede ser neoliberal y totalmente inculto a la vez.
El neoliberal sin historia
El neoliberal sin historia es muy dado a atacar el “relativismo moral”, siendo imposible hacerle ver que cierto relativismo es inseparable del liberalismo en sazón, al que es imposible acceder si no se ha pasado, siquiera a duras penas, por la exigente escuela del escepticismo filosófico. Si el sujeto cree en la existencia de moral absoluta, el liberalismo debería ser, para él, tan repulsivo como lo fue para José Antonio Primo de Rivera. Pero nuestro neoliberal no se percata de esta incongruencia.
La grandeza del liberalismo se debe a que parte del reconocimiento de que una moral absoluta está fuera de nuestro alcance, un reconocimiento le llevó a poner a punto los recursos políticos encaminados a hacer posible la convivencia en función de acuerdos y consensos entre personas de distintas creencias y modos de pensar.
Para algo tuvieron que servir los terribles años de guerras de religión, pero nuestro hombre, creyéndose en posesión de la verdad, recae espectacularmente en el dogmatismo más vulgar. No por casualidad, algunos conversos mezclan férvidamente el neoliberalismo económico con la religión, algo extravagante tanto desde el punto de vista liberal como desde el punto de vista religioso (salvo que se de un rodeo por el calvinismo). Hoy abundan los neoliberales que presumen de neoconservadores, en la estela de la señora Thatcher, partidaria de un regreso a la moral victoriana, y del señor Reagan, un afiliado a la Moral Majority.
El neoliberal de moda pontifica con notable pasión sobre su libertad, sobre su derecho a competir, sobre su derecho a hacer valer su genio empresarial, imaginando una sociedad constituida por luchadores solitarios, empeñados en alcanzar su premio. Que se puedan plantear las cosas en estos términos en la época de las grandes corporaciones transnacionales es algo que causa estupor. Pero así están las cosas de raras. De modo que no nos extrañemos de que, sobre los derechos del individuo, tan caros al pensamiento liberal, se haya tejido el articulado legal que ha potenciado a dichas corporaciones con los derechos que no les pertenecían por derecho propio; y no nos sorprenda que el viejo ideal de la convivencia se haya visto pervertido por el injerto del darwinismo social más extremo. Pues ello forma parte del pastiche filosófico que conocemos bajo el nombre de neoliberalismo.
Precisiones
Se nos impone la obligación de distinguir sistemáticamente entre el liberalismo y el neoliberalismo, no vayamos a meter a ambos en el mismo saco y a privarnos de las conquistas intelectuales de aquel, empezando por las que constituyen la mejor salvaguarda contra el despotismo. Ahí tenemos la Declaración Universal de los Derechos Humanos, basada toda ella en tales conquistas, impensable sin ellas.
Dicho lo cual, hay que reconocer que el liberalismo tiene en su haber páginas negrísimas. El viejo John Locke, uno de sus padres, a quien tanto debemos, no le hacía ascos a la esclavitud y hasta tenía acciones en el negocio de los barcos negreros. Hay un liberalismo humanista, que continúa la tradición cristiana, del que cabe esperar nobles resultados, pero hay otro que para nada la tiene en cuenta a juzgar por exterminio de los pieles rojas a manos de los ilustres heraldos de la libertad. Si amamos nuestro liberalismo, debemos refinarlo, tomando lo valioso de personajes como Locke o Jefferson y arrojando lo demás al cubo de la basura. O lo refinamos, o se perderá, con la consiguiente recaída en el totalitarismo, una amenaza que ya se cierne sobre nosotros.
En medio mundo, en la actualidad, la gente, ya escamada, se pone en guardia al oír hablar liberalismo, ya confundido con el neoliberalismo a secas. Se trata de un fenómeno inquietante.
Está en juego el destino del humanismo, a mi juicio inseparable de la parte progresista del liberalismo. Léase a Humboldt, a Bedveridge y, en busca de esclarecimiento moral, al sapiente Sidgwick. Y distíngase siempre, al hablar o al escribir, entre liberalismo y neoliberalismo, aunque personajes como Vargas Llosa se empeñen en confundirlos (para vestir al segundo con los venerables ropajes del primero). Tómese conciencia de los ingredientes irrenunciables del liberalismo en orden a la construcción y el mantenimiento de sociedades abiertas y plurales. Porque regalárselos a los neoliberales equivaldría a repetir en el siglo XXI el terrible error que cometió la izquierda al regalar a sus oponentes capitalistas el supremo valor de la libertad del individuo, error que todavía explotan hábilmente los publicistas de la revolución de los muy ricos. –MANUEL PENELLA