El sueño de la Ilustración,  con su fe en las luces de la razón, era inseparable de un proyecto pedagógico a escala planetaria. Progresaríamos gracias a la educación, entendida a la vez como un servicio al individuo, al Estado y a la humanidad; los tiempos oscuros quedarían felizmente atrás y llegaríamos todos  a la mayoría de edad e incluso a la paz perpetua. En su versión prístina, este sueño era de alcance  ecuménico y no dejaba fuera a nadie. 

       Los logros fueron espectaculares.  En 1818 se impuso la escolarización obligatoria en Prusia y se desarrolló  un eficiente sistema educacional coronado por la Universidad de Bonn. El modelo alemán, diseñado por Wilhelm von Humboldt, inspiró un movimiento reformista en todo el ámbito europeo. A la altura de 1870 la erradicación del analfabetismo, el primer objetivo ilustrado, se había conseguido ampliamente (no así en España, caso aparte).  Las motivaciones filosóficas de orden superior habían coincidido felizmente con los intereses del Estado moderno, cada vez más acuciado por las exigencias de la burocracia que forma parte de su esencia y por  los requerimientos de la ciencia y de la técnica;  de allí la formidable red de escuelas públicas, de allí el auge de las universidades. 

      Al mismo tiempo, se sucedían las novedades en un plano más profundo. Porque educar no es sólo cuestión de escuelas y universidades. Se redescubrió el hogar como nido y la costumbre de entregar los bebés a una nodriza para que se criaran lejos de casa fue abandonada con sorprendente rapidez. Criar a un hijo se convirtió en una tarea personalísima, con una consecuencia inmediata: se cayó en la cuenta de que los niños no son simples adultos en miniatura, ni bestezuelas que sólo merecen correctivos. Recordemos la exclamación de Victor Hugo: “Colón sólo descubrió América. ¡Yo he descubierto al niño!”

     La relación dinámica entre padres e hijos contribuyó a crear un nuevo clima pedagógico, que repercutió en la escuela, enriqueciéndola. La pedagogía negra, entendida como acoso a la vitalidad, situada bajo la divisa de “la letra con sangre entra”, perdió terreno: los maestros empezaron  a sacar partido de la relación entre aprendizaje y el juego, y María Montessori le dio la puntilla al apostar  por la autoeducacióndel niño. La célebre pedagoga italiana se basaba en la convicción de que éste  buscará, en cada etapa de su desarrollo, los estímulos adecuados, como guiado por un preceptor innato. En esta línea, algunos llegaron a entrever una revolución  tranquila, con un bello resultado: seres humanos plenos, capaces de desarrollar todas sus facultades y, por lo tanto, de entenderse entre sí. Hubo momentos de esperanza, pero luego las cosas se torcieron. 

     En la actualidad hay novecientos millones de personas que no saben leer ni escribir y si no hay más se lo debemos al primitivo impulso ilustrado, hoy renqueante. En  Estados Unidos (¡la patria de Dewey!) hay cuarenta y cuatro millones de analfabetos funcionales y se detectan deficiencias graves de lectura en el 70 por ciento de los alumnos de cuarto grado, el colmo una sociedad   opulenta, a la que ciertos posmodernos consideran un modelo digno de imitación y  en la que hay, cómo no, excelentes centros educacionales para la élite. El ambicioso proyecto ilustrado, cuando más lo necesitamos, ha entrado en crisis en la capital del impulso globalizador, donde la pretensión de hacer de ella un negocio privado ha llevado a la ruina a la enseñanza pública. 

    Se habla mucho de educación, siempre con altisonantes palabras, pero, para nuestra desgracia, hay gentes influyentes que, al nietzscheano modo, piensan que es insensato formar  como señores a quienes se desea tener  en estado de servidumbre, gentes que pretenden convencernos de que ni siquiera vale la pena intentarlo, dado que, por naturaleza, dicen, hay seres humanos de segunda, de tercera y de cuarta. Hablo de gentes que se quieren ahorrar el problema que representa tener, a lo largo y a lo ancho del planeta, personas bien formadas en situación de semiesclavitud; hablo de gentes que se erizan cuando sale a relucir la exigencia de igualdad de oportunidades para todos, incluidos los bebés de Sierra Leona. Hablo de gentes influyentes que, conscientes de que el conocimiento es una de las fuentes del poder, con gusto volverían a guardarlo, al modo medieval, en lugares inaccesibles a la curiosidad pública.       Viene al caso recordar que  el presidente Richard Nixon vetó los fondos destinados al programa Cabezas en Marcha y que así dejó una marca en historia, con un antes y un después. Se inició entonces un inesperado contragolpe contra el proyecto pedagógico ilustrado, con las consecuencias que estamos viendo. El colapso de la Unión Soviética no ayudó a rectificar el rumbo, sino todo lo contrario, al perderse el inquietante competidor que obligaba, por el mero hecho de existir, a tener mejores escuelas y universidades públicas. Por eso quizá sea el momento de recordar que ese proyecto, dentro de una sociedad democrática que aspira a perfeccionarse, forma parte del patrimonio común de la izquierda y de la derecha, si aquella no traiciona sus ideales, si ésta no se deja tentar por los cantos de sirena del darwinismo social. Bien está la enseñanza privada, pero no en detrimento de la pública, bien están las soluciones prácticas, las escuelas concertadas, los cheques escolares, todo está muy bien, pero sólo a condición de no perder de vista el objetivo común y el servicio al alto ideal ilustrado. La Ilustración se puede someter a crítica con provecho en muchos aspectos, pero no lo que se refiere a su ambición pedagógica. A estas alturas de la historia, ¿a dónde iría a parar nuestra democracia, a  dónde nuestro liberalismo, a dónde la globalización, si renunciásemos a ella? No nos jugamos el futuro de las simples cosas, sino el de nuestros hijos y nietos, y, por lo tanto, el nuestro.–MANUEL PENELLA HELLER