Según Thomas Hobbes, la vida del hombre primitivo era “solitaria, mísera, nauseabunda, brutal y breve”… Pero sólo estamos ante un mito, ante un cuentecillo maligno, de los muchos que nos contamos. Si la vida de nuestros antepasados era así de horrible, sin duda “hemos progresado”… y, si seguimos progresando, nos salvaremos. El paraíso debe estar delante, no detrás… porque es la mejor manera de plantear las cosas cuando se tiene la odiosa pretensión de imponer grandes sacrificios a cuenta de un futuro mejor. Pero la moraleja del cuento apunta, sobre todo, a justificar la existencia, por encima de nuestras cabezas, de un poder aterrador. En la Edad Media el poder era legítimo porque venía de Dios; de Hobbes en adelante es legítimo porque es necesario, para impedir que recaigamos en la barbarie original.
La influyente teoría del Estado hobbesiana se basa en esa arcaica visión, completada con la idea de que “el hombre es lobo para el hombre”, lo que lleva a la conclusión de que hay que sojuzgar a la la bestia para que no se desmande. Estamos ante jugada maestra. Si el ser humano es malo, dominarlo, incluso por la fuerza, es legítimo. De allí la legitimidad del Estado. Y de allí que todos se lanzaran a la yugular de Rousseau cuando osó afirmar que el ser humano es por naturaleza “bueno”… Los jugueteos con la naturaleza humana nunca son inocentes.
Lo cierto es que Hobbes se habría quedado perplejo ante la constatación de que nuestros antepasados, los cazadores-recolectores de paleolítico, se dieron la gran vida, a juzgar por los descubrimientos antropológicos. Ni la soledad, ni la miseria, ni la brutalidad eran la norma, sino todo lo contrario. Pero la pregunta no es qué habría hecho Hobbes con estos datos, sino qué vamos a hacer nosotros…
Los pueblos de cazadores recolectores viven (o vivían hasta hace poco) en la opulencia, lo que no es frecuente en nuestras sociedades “civilizadas”. Los trabajos de Salhins, Lee y De Vore no dejan lugar a dudas al respecto. El primero, autor de Stone age economics, pertence a la Universidad de Chicago y los otros dos, coautores de Man the hunter, a las Universidades de Montreal y Harvard respectivamente.
Se estudiaron todas las sociedades de cazadores recolectores, desde los esquimales hasta los pigmeos, y se extrajeron los datos necesarios para comparar su forma de vida con la nuestra, y en esos momentos, a finales de la década de los sesenta, la comparación no nos favorecía en absoluto…
Con 2.140 calorías per cápita al día y 93 gramos de proteínas, los cazadores-recolectores mejor alimentados no podían estar, sobre todo si tenemos en cuenta que, de acuerdo con su estatura media y con la cantidad de trabajo diario, sólo habrían necesitado 60 gramos de proteínas y 1.970 calorías… No se habla de un grupo de afortunados, sino del término medio del conjunto de sociedades de este tipo.
Encima, hay que tener en cuenta que los cazadores-recolectores del paleolítico vivían en tierras ubérrimas; los grupos estudiados, en cambio, se encuentran en las tierras más inhóspitas, es decir, en las que no interesan a nadie, como todavía pueden atestiguar los soshones del Gran Cañón, que viven en la estepa casi desértica que se extiende entre las Montañas Rocosas y Sierra Nevada, en Estados Unidos, o los bosquimanos que se las arreglan para vivir en el desierto de Kalahari.
Aparte de comer de sobra, los cazadores recolectores no trabajan más de tres horas al día (media del año). Antes de los diecinueve años de edad, los muchachos no tienen obligaciones; ocupan su tiempo jugando y amando.
La esperanza media de vida de un cazador-recolector es de sesenta y ocho años. En este punto Hobbes también se equivocó.
Las mujeres se ocupan de la recolección de frutas y raíces, los hombres de la caza. Con este reparto de tareas, las mujeres producen más que los hombres, aunque para ello deben moverse muy poco (sólo una veintena de pasos al día).
Los alimentos se reparten. Si alguien caza algo lejos del campamento, no puede quedárselo: debe llevar la pieza hasta donde están todos y repartirla hasta el último pedazo. O sea, que ni míseros ni solitarios.
El amamantamiento se prolonga hasta los cinco años de edad, lo que crea vínculos emocionales indestructibles y sirve, de acuerdo con la teoría de Boyd, para inhibir la ovulación. Sin embargo, la tasa de natalidad es tan baja que no cabe descartar algún otro método anticonceptivo. Los infanticidios son raros (sólo en caso de gemelos).
Como el modo de vida de estas sociedades implica constantes desplazamientos, las cosas grandes no tienen ningún valor. La consecuencia es que entre ellos falta casi por completo el sentido de la propiedad.
Desde el punto de vista psicológico, los cazadores-recolectores muestran una gran confianza en sí mismos, una elevada “autoestima”… Y no es verdad que padezcan “terrores irracionales”. Viven tranquilos y son metafísicamente optimistas. El dios de los bosquimanos –por ejemplo- es una entidad de carácter bondoso y remoto, a la que hacen poco caso. Son sociedades pacíficas, sin Estado ni cosa parecida, igualitarias, sin duda incapaces de entender nuestra “competitividad” y nuestra propensión a estrés. Duermen hasta dieciocho horas diarias.
En lugar de seguir hablando mal de la “naturaleza humana”, deberíamos sacar todo el partido posible de estas evidencias antropológicas.
Se tiene por indiscutible, desde los tiempos de Ricardo, que las necesidades del ser humano son ilimitadas. De ello se deriva la creencia de que el capitalismo, hoy llamado economía de mercado, es la fórmula que mejor se adapta a la naturaleza humana, insaciable por definición. ¿Querían esos cazadores más cosas, más riquezas? No, fue la respuesta. La creencia, básica para el sistema capitalista, de que el ser humano es por naturaleza insaciable topó con esta objeción. Y conste que me refiero a gentes que, desde el punto de vista biológico eran, esencialmente, como nosotros. El deseo de poseer más es un resultado de nuestro troquelado cultural, nada que tenga que ver con los genes de la especie homo sapiens. Eso de la insaciabilidad es un mito, como lo es también el afán competitivo. Hay pueblos que detestan las competiciones, y que hasta tienen juegos en los que se juega a empatar.
A fuerza de repetirnos el mismo cuento, hemos llegado a creernos que el ser humano padece una incapacidad esencial para conformarse con lo que tiene. Lo que aprendemos de los cazadores recolectores es que esa incapacidad es sólo una particularidad de nuestra civilización, de nuestra cultura, una compulsión que nada tiene que ver con la naturaleza humana en cuanto tal. Los cazadores-recolectores llevan miles años viviendo del mismo modo, lo que no sería posible si fuéramos insaciables por naturaleza.
De hecho –y esto es lo decisivo– los cazadores recolectores no viven un conflicto entre sus necesidades y sus medios para satisfacerlas. Las necesidades están en su cultura perfectamente adaptadas a los medios disponibles; y no experimentan ni la más mínima inclinación a ir más allá, ni tampoco a “producir” más.
Incluso, algunos grupos se toman el trabajo de cuidar el entorno, con cierta ineficiencia deliberada: confían al azar en qué dirección debe encaminarse la partida de cazadores. Para ello se valen de unos huesos que, lanzados al azar, indican el camino a seguir. Si fueran siempre en la misma dirección, hacia los lugares más prometedores, correrían el peligro de dañar el entorno y, desde luego, de liquidar su fuente de proteínas.
La vida de los cazadores-recolectores no ha hecho más que degradarse desde que se hicieron los estudios de referencia. Terminarán por desaparecer de la faz de la tierra, arrinconados y aplastados por nuestra civilización. Pero debería quedar constancia de lo que nos han enseñado sobre nosotros mismos. En un mundo en el que más de ochocientos millones de personas padecen hambre, con pésimas perspectivas, las enseñanzas de estos seres humanos “tan primitivos” van mucho más allá de la amarga ironía que proyectan sobre nuestra fe en el progreso
Con la visión del ser humano que debemos a De Vore y Salhins ha sucedido, como era de temer, lo mismo que con la que nos propuso Rousseau. Si para combatir el mito del buen salvaje se recordaron todas las barbaridades que figuran en los anales de la historia humana, dándonos a entender que tanta brutalidad no puede deberse exclusivamente al ambiente, para refutar a aquellos se trajeron a colación las excepciones. Hay, naturalmente, pueblos primitivos sumamente belicosos, que premian la crueldad. Ahora bien, lo interesante para nosotros es que, sobre una base genética similar, hay pueblos pacíficos, que premian los modales afables y la bondad. Claro que no se trata de pasar por alto a los crueles yamamoni descritos por Leopold Chagnon (por cierto, un antropólogo muy publicitado, muy poco digno de confianza, muy inspirador para el famoso Steven Pinker y para el movimiento retrógrado en general). Se trata, simplemente, de no caer en la trampa de definir la naturaleza humana en función de los intereses del capitalismo desbocado. Estemos prevenidos, pues en los tiempos que corren se da mucha más difusión a un cráneo aplastado por algún asesino prehistórico que a las evidencias fósiles de la compasión de que hacían gala los habitantes de las cavernas. –MANUEL PENELLA HELLER